domingo, enero 27, 2008

EL SUEÑO DE LUCÍA


I

Violeta


Él fue muy amable aquella noche y me dijo. “Quiero entrar allí”, esa era la habitación de Lucía, allí dormía ella esa noche. Y él quería entrar allí y así dijo, como si me pidiera permiso, pero sin pedirlo, anunciando para que quedaran claras sus intenciones, que no tenía la menor intención de reprimir.

Acabábamos de hacer el amor, todo estaba revuelto por el suelo, sus ropas y las mías; y el recuerdo de sus manos acariciando mi cuerpo estaba aún caliente sobre mi piel. Pero él dijo: “Yo quiero entrar allí”, tan resuelto y tan sencillo, como si me estuviera diciendo: “voy a tomar agua” o “voy al baño”.
No supe qué contestar, ¿qué se contesta ante eso? Pero él no me miraba, miraba aquella puerta blanca y cerrada que parecía invitarle a cruzarla; y él quería cruzarla, quería traspasar el umbral, lo deseaba; tal vez hasta lo soñaba.

Siempre le decía a Lucía todo, como si ella fuera el hada de sus sueños; pero por las noches el cuerpo que buscaba era el mío. Esa noche no. Esa noche tal vez fue la noche en que se cansó de mi cuerpo y entonces, se atrevió a desear el de Lucía. Dijo “voy a entrar”, como si fuera un reto. A veces pienso que Lucía era un reto para él; era tan delicada, tan inconquistable, casi creo que la miraba como si estuviese en las alturas del Olimpo; y que soñaba con ella, con acariciar su cuerpo cuando estaba con el mío. Pero esto era demasiado terrible para decirlo. Y él entró. Traspasó el umbral de aquella puerta rompiéndome el sueño, ese sueño en el que sólo yo había creído. Pero no quería verlo, no quería ver que él ya no estaba allí conmigo, sino dentro.

La puerta se quedó entreabierta, pero él ya estaba allí, y lo vi. Recorrió todo la estancia como si estuviera en un jardín, y Lucía estaba en la cama, dormida y soñando, o despierta y esperando a que él se uniera a ella, a que él se acostara a su lado y dejara de contemplarla y adorarla como a una diosa. Que se arrimara con ella sobre esas sábanas tibias y rozara su cuerpo, como antes lo había hecho con el mío.

No lo sé. Pero sus ojos estaban cerrados y él la miraba, ¡cómo odio aquella mirada! A mí nunca me miró así. Aquella mirada lo decía todo. Y se puso en cuclillas frente a la cama, frente a ella, frente a su rostro sereno y adormecido. La adoraba, era su reina, su divinidad, su mito oculto. Nunca lo dijo y lo dijo siempre, con los ojos, con los gestos, con aquellas sonrisas con que la halagaba cada vez que ella estaba presente. Parecía que bebía de sus resuellos, que aquel cuerpo dormido despertaba en él las más enardecidas pasiones. Le vi sonreír. Él sonreía mirándola como un idiota. Como si nunca la hubiera visto, como si se le hubiese aparecido un santo; embobado, abstraído. Al ritmo de su respiración él la seguía, como una serpiente hechizada por la música de una flauta. Así la seguía a ella hasta sus sueños. ¡Cuánto la odié por eso! Por robármelo dormida, por robármelo sin saberlo.
Yo también la miraba dormir, quería ser capaz de descubrir qué es lo que él buscaba, adónde lo llevaba ella, adónde, que yo no podía llevarlo. Adónde llegaron juntos aquella noche que hizo el amor conmigo, pero prefirió velarla a ella, arrodillado a los pies de su cama.

¿Qué tenía ella? ¿Por qué era para él tan importante? ¿Por qué se sentía en su habitación como un niño en un jardín? ¿Por qué no fui yo capaz de arrancarle esos suspiros, esas sonrisas? ¿Por qué ella, y yo no?

Ella comenzó a moverse; en efecto, estaba dormida, soñaba. Porque en su sueño suspiraba y gemía. Pero no gemía de tristeza ni dolor. Era un gemido de deseo, de placer profundo. Y él seguía mirándola en éxtasis. Ella reía dormida y gemía como gimen las hembras en los brazos del macho; gemía de gusto, de gozo verdadero. Y él estaba gozando con ella, él gozaba con su gozo, como si hubiese entrado en sus sueños y le estuviera haciendo el amor. Él no se movía, estaba sumido en el sueño de Lucía, había entrado en ella plenamente, lo hizo desde el momento en que la vio; y su gozo ya no era más mudo estupor, era perfecto. Porque gozaba con ella, sin que ella pudiera saberlo. Gozaba intensamente, como gozó Psique de los placeres de Eros. Gozaban los dos.

Ella rió, gimió, pidió más y él, más le dio. Le dio todo. Todo lo que me daba a mí. E incluso más. Quería dárselo todo, todo lo que ella le pedía. Todo. Quería tenerla, tenerla como me tenía a mí. Pero en lo más íntimo de ella, en su deseo, en su sueño, sin que ella lo notara.

Luego, me fui. Lloré como nunca creí que fuese capaz. Me fui de la casa. Los dejé a los dos inconscientes, el uno en el otro. Uno dando y la otra, recibiendo; uno sabiendo y la otra soñando. Y entonces, me di cuenta de que era así. Así era como yo quería ser amada, como en mis sueños más profundos. En el sueño inocente donde nada priva de todo el gozo, porque no hay límites.

Así la amó él. Y no me estaba siendo infiel. Ni siquiera la había tocado, sólo la miraba; pero sus ojos hablaban por sí solos.

A la mañana siguiente, Lucía estaba deslumbrante. No le pregunté el motivo, lo sabía de sobra. Me dijo que había tenido un hermoso sueño. Pero siempre -¡siempre, siempre!- me quedará la duda. ¿Sabía Lucía que aquel hombre que la amaba en su sueño, con locura y desenfreno, era él?








II

Lucía

Era verano, estaba cansada. Había vendido todos los globos de la feria y el sueño me llamaba. Fuimos a tomar una cerveza, para recuperar las fuerzas. “La última”, dije. Y mi amante apareció, la noche me dijo resuelta: tú no te vas tan pronto. Y no me fui. Él me miraba con ojos pícaros, la noche hablaba por su boca. “Esta noche no te vas a escapar” y yo reía, pero estaba tan cansada.
Él me llevó en una pequeña vespino que chillaba como un sapo malherido. Apenas entramos por la puerta me rodeó con sus brazos, susurraba a mi oído “quiero tenerte, quiero que seas mía” y yo me dejé llevar. Me había quitado ya la ropa; de todas maneras, sólo llevaba un vestido muy ligero, negro con flores azules claras, de lino, muy delgado. Ya estábamos en la cama, besándonos y lamiéndonos como dos cachorros hambrientos y gimiendo y jadeando en desvarío y frenesí. Sentía un ardor muy fuerte en el vientre, un espasmo y él me poseía ya. Me perdí de pronto, en medio de sus brazos, me arrolló con furia ciega aquella corriente de su delirio. Yo era como una hoja a merced del aire caprichoso y de su estruendo; su azote me llevaba de un lado a otro, y escuchaba sus susurros como desde el fondo de una cueva, acuosos, palpitantes.

No quería, pero fue imposible resistir tan fuerte embate. Era débil, lo soy aún; cuando crece la marea, cuando la luna llena brilla con su resplandor de locura.

Días más tarde, tuve un sueño. Fue un sueño extraño, uno de esos sueños de verano. Estaba sola en casa. Cansada de trabajar. Me quedé dormida tan pronto me abracé a la almohada. Escuché una campana, su alegre tintineo me hizo reír. Era la campana de un barco. Yo estaba frente al mar. Un mar azul profundo. No era de noche pero se hizo pronto. Y yo me encontraba en esa barca, creía que estaba sola. El oleaje me llevaba de un lado otro. No había timón ni remos. No había nada en esa barca. Yo buscaba, primero. Luego, no sé qué buscaba. Y una voz me dijo, no sé de dónde: “¿qué buscas? Tal vez yo pueda ayudarte”. Levanté los ojos y vi el mar, brillaba con fuerza. Pero era de noche y lo vi. Estaba de pie, junto a la proa, parecía un marinero. Me sonreía y su sonrisa era dulce y alegre y acogedora. Sabía que a su lado no me pasaría nada. Se sentó junto a mí y me miró por largo rato. Me miraba como si sus ojos fueran las olas, primero. Y después, seguía sonriendo, tomó mis manos y me miraba otra vez; no había dejado de mirarme, como si las olas fueran calmas. La marea amainó, y yo vi sus ojos; eran tibios y generosos, me sentía abrigada por ellos. No decía ni hacía nada, más que mirarme y mirarme. Y entonces, lo vi. Era yo, yo misma en sus ojos, en el fondo de sus ojos negros como el mar.

La barca se agitó, la marea volvió a subir. Ahora él me abrazaba. Todo su cuerpo me sostenía; y la marea terrible y una tormenta y un trueno, el cielo se abrió en dos partes. Estábamos desnudos, no existía nada más que el cielo, el mar y nosotros dos; entrelazados, unidos en un abrazo inextricable, en medio del océano que mecía aquella barca con furioso estremecimiento. Lo sentía, estaba dentro de mí, en mi cuerpo y en mi alma. Lo sentía como una parte de mi cuerpo. Él era parte de mí. La parte que más amo. Me amó como Eros amó a Psique en su Castillo oscuro, en su vida de tinieblas e inconsciencia. Y yo también le amaba, en mi cuerpo y en mi sueño, y en eso que está más allá de nosotros, de nuestros nombres y nuestros cuerpos. Ni siquiera sabía su nombre y su rostro era como el mío, como cualquier otro rostro, un rostro entrañable.

La marea bajó. La tormenta había cesado. El cielo estaba despejado, y yo podía ver la luz que emanaba de las estrellas, y sentí que él estaba conmigo todavía.

Cuando desperté, apenas clareaba. Abrí los ojos, aunque no deseaba abrirlos. La puerta del cuarto estaba entreabierta. Me levanté de la cama y caminé un poco aturdida, pero llena de una alegría inexplicable. Alguien había dejado en lo alto de mi mesa una nota: “¡Sueña, hermosa florecilla! Sueña que eres viento, ola altiva y tormenta. Mírate en mis ojos como en un espejo y dime tu nombre, Estrella. ¡Canta conmigo, canta esta melodía! Sueña como sueña la Aurora cuando llega Febo con su carro de oro. Quiero que sueñes. Sueña que eres mía”.



III

Alberto

La primera vez que la vi, no estaba sola. Estaba con él, su amante. Me sonrió, la hice reír, le dije alguna tontería, “¿te hacen feliz?”. “Muy feliz”, me dijo ella. Hacía calor. Yo no quería irme, pero sabía que tenía que hacerlo, él llegaría en cualquier momento. Por alguna razón yo no podía estar en el mismo lugar que él. Por alguna razón cuando ella me sonreía, yo sabía que él la hacía feliz. No podía competir con eso, pero sabía que era posible. Era posible que sus ojos risueños brillaran algún día por mí.

La segunda vez, me acerqué a ella. Ya no se acordaba de mí, o quizá sí, ya no lo sé. Él ya no estaba. Yo no lo sabía pero podía saberlo por su mirada. Ya no había nadie que la hiciera tan feliz. Sostuve la bicicleta por el mango. Había otra chica con ella. Me acerqué y las saludé a las dos, pero fue su amiga la que me sonrió. Toda la noche hablé con ella y toda la noche quería acercarme a Lucía. Pero no lo hice.

Me acerqué a hurtadillas; podía estar cerca sin que ella notara mi presencia. Era amable, generosa. Siempre sonreía aunque nadie la hiciera feliz, aunque quisiera ser feliz con alguien que no la hacía reír. Yo la hacía reír y pensar también, quería que pensara en mí. Pero ella no lo hacía, pensaba en otro, cualquiera que le prometiera bonitos sueños. Entonces, comprendí que de ese modo podía llegar hasta ella.

Yo ya estaba confundido. Me sentía como un encantador de serpientes, su amiga estaba conmigo. Era joven y dispuesta y me amaba, me amaba tanto como yo amaba a Lucía. Sólo podía estar agradecido.

Quería saltar aunque tenía la soga al cuello, quería saltar hacia ella, y quedarme a su lado. Cada vez que aparecía yo me hacía el encontradizo, yo llegaba como si nada, como si no la hubiera visto. Pero ella llegaba siempre y siempre la veía. Yo sabía estar solo, aún cuando estaba con gente, aún cuando amaba a otra. La amaba, sí. Amaba a la otra. Era hermosa, lozana, llena de vigor. Pero no era como Lucía. Lucía era como un hada, tenue y vaporosa. Pasaba en sigilo, como una nube, y brillaba como una estrella lejana sobre un océano sombrío.

Quería que ella me sintiera también. La hacía reír y la hacía pensar, porque ella también sabía escuchar, pero no podía hacerla pensar en mí. Hasta que un día, ese día tuve la idea. La sorprendería, sí. Y volvería a brillar y a sonreír cuando alguien de verdad, la hacía feliz.

Mi cuerpo estaba poseído, abordado por un genio, un genio ciego de deseo. Fui hasta su casa decidido. Pero ella no estaba. Dejé dos flores en la puerta y una nota que decía: “Tú siempre fuiste feliz”.

Regresé más tarde para verla. Y su amiga abrió la puerta. Ese genio que me habitaba se lanzó sobre ella; no miraba nada, ni cuerpos ni nombres, sólo quería amar. Y yo venía dispuesto, con el corazón en la mano, para amarla sólo a ella. A Lucía.

Después de yacer juntos, extenuados, después de desfogar el deseo ardoroso que palpitaba en nuestras entrañas, su amiga me dijo: “No hagas ruido. Lucía está dormida”. Mi corazón empezó a galopar como un potro enloquecido. Y no lo resistí más. Tuve que entrar a verla. Tenía que verla. Era necesario. Tenía que amarla de alguna forma, hacerla feliz.

Traspasar el umbral de su puerta fue un hallazgo inaudito para mí. No podía creerlo, estaba allí, en su cuarto; su refugio, su castillo. Y quería quedarme allí dentro, respirar el aroma de sus cabellos y escuchar el eco de su risa. Todo en aquella habitación desprendía su perfume, su aroma de sol, y de embeleso. Estaba tendida sobre la cama, no se había arropado con la sábana. ¡Era tan hermosa! ¡Tan inconsciente de su belleza! Mi corazón palpitaba agitado, era un trémulo capullo, tan sólo con verla. Una incontenible agitación me recorrió todo el cuerpo. Me arrodillé a su lado imaginando cuáles serían sus sueños, deseando profundamente entrar en ellos. Yo sabía que ella me necesitaba, necesitaba mis besos y mis caricias, necesitaba que mis manos hicieran destilar el perfume de su piel, que mis manos sacaran el acorde de su cuerpo. Yo sabía que ella soñaba con eso. Lo supe esa noche. Pero ella no lo sabía.

Allí me quedé, a su lado, olvidado de todo. Nada más importaba. Sólo ella. Y ella comenzó a suspirar, un suspiro profundo, plácido. Sonreía como las musas le sonríen al poeta cuando le susurran al oído. Y yo no podía dejar de mirar esa sonrisa.

Su cuerpo se estremecía, se contorneaba con suavidad entre las sábanas, delicado y confidente; serpenteaba y ronroneaba con ternura felina. No sé qué fue de mí en aquel instante. Tal vez el genio que me poseía, me abandonó y quiso entonces, cumplir el sueño, el sueño de amarla. Me quedé absorto, con la mente en blanco y ella terminó su gorgoteo en un largo suspiro.

Todavía embebido en el éxtasis de mi contemplación, tuve valor para obedecer un último impulso. Sobre su mesa, todo a mano, había papel y pluma. Y escribí, dormido o soñando despierto, palabras que ya no puedo recordar. Y lloraba como un niño indefenso.

Luego me fui corriendo, sin mirar atrás.


FIN.


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