lunes, marzo 13, 2006

MEMORIAS DE GRECIA

Partenon de Atenas



EL ORIGEN

Para Aristóteles es el mito el germen y el alma de la tragedia. Es la fuente de la que beben ineludiblemente, todos los trágicos. El Poeta creador de mitos es casi un sumo sacerdote, pues su voz es una verdad aceptada por todos. Pero el nacimiento de la tragedia es el anuncio de la crisis de lo mítico. A partir del surgimiento del pensamiento crítico de los sofistas, las creencias que se sustentaban en el mito fueron puestas en entredicho y toda explicación basada en los relatos míticos pasa a convertirse en ficción literaria, en tragedia. Filosofía y tragedia son paralelas, aunque en su origen, el vínculo más próximo de la tragedia fue la religión... “La obra trágica nació como representación del sacrificio de Dionisos (Baco) y formaba parte del culto público[1].

Los instintos apolíneo y dionisi­aco, presentes en el arte y la vida religiosa griega son, en principio, una antí­tesis que se reconcilia sólo a partir de la tragedia ática. En el momento del florecimiento de la voluntad helénica aparecen fundidos para engendrar en común la obra de arte de la tragedia griega[2].

Opone el sueño a la embriaguez, como ejemplo de esta antí­tesis; y que, según Lucrecio, en su “Naturaleza de las cosas”, fue en el sueño donde por primera vez se manifestaron ante los hombres las espléndidas figuras de los dioses”. En Nietzsche lo dionisi­aco es una revelación, un momentum mágico, y expresión de “la vida ardiente de los entusiastas dionisiacos”. Entonces, frente a esta actitud puramente abierta hacia la expresión metafí­sica de la vida, ¿dónde está el sufrimiento del que el filósofo nos habla? Lo dionisiaco “renueva la naturaleza enajenada” ¿de qué? Y “celebra la fiesta de reconciliación” (¿con qué o quién?). Nietzsche nos muestra aquí­ a los trágicos en medio de una clara fisura existencial; es el momento en el que el hombre griego se plantea, aún más seriamente la -antigua- duda sobre los dioses. No se trata aquí de la preocupación sobre, si los dioses se interesan por ellos o no. La preocupación trágica que deviene en la crisis del mito parece recapitular en la certeza del poder del mito para explicar los misterios de la naturaleza y de las pasiones que abordan al hombre. Es el principio de la metafísica y una prematura reflexión del pensamiento occidental en su existencia como ser. Sin la duda no hay oportunidad para este distanciamiento que invita a la reflexión e incluso, a la recapitulación sobre las ideas que trascienden la existencia. La tragedia es el vehí­culo propiciatorio de la penetración del pensamiento religioso y originariamente mí­tico, en la búsqueda filosófica del ser. Nietzsche la ve en el arte, el arte helénico es para el filósofo, la máxima expresión de toda respuesta ante la reflexión filosófica, es la “actividad metafí­sica” de la vida. El instinto dionisi­aco del arte es pues, el florecimiento espontáneo de la tierra, de la vida, es la liberación de las ataduras del pensamiento a las ideas preconcebidas, a las rí­gidas imposturas sociales. Una transformación mágica del hombre helénico.

En la visión nietzscheana hay una especie de dualidad con respecto al modo de ver y sentir griego (trágico). Aristóteles nos explica que la misión de la tragedia es en suma, la catarsis de las pasiones, a saber: el temor -tan profundamente humano- y la piedad. El hombre helénico se identifica con el hombre trágico; aquí­ radica la transformación dionisi­aca. Se convierte en un ser distinto, que está presente en sí­ mismo y en todos; pues su propia naturaleza desgarrada -según Nietzsche-, ante el determinismo de lo mí­tico y lo divino y su alienación del mundo y de la vida, lo hacen traspasar el sufrimiento de esa separación (primaria u original) para llegar a convertirse en un dios. “Se siente dios... él mismo camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses”. Nietzsche expone así­, su “llamada de los misterios eleusinos”, una “revelación de los misterios de la embriaguez”. La embriaguez dionisiaca le otorga al hombre helénico la posibilidad única de convertirse en un ser capaz de superar su naturaleza limitada, en un héroe; para devenir a raíz de su hazaña, en dios. Esa es su reconciliación. Ha perdido su ser en el alud de las pasiones; pero también, a través de ellas, se encuentra a si­ mismo, renovado y repotenciado.

Nietzsche nos invita ahora a profundizar en los ví­nculos del hombre griego con sus arquetipos, para comprender cómo se desarrollaron en su arte y pensamiento esos instintos artí­sticos de lo apolí­neo y lo dionisi­aco. Nos retrotrae a las festividades dionisiacas helénicas, en contraste con todas las expresiones dionisiacas de otras culturas, llamadas bárbaras por los griegos antiguos. El desenfreno sexual, siempre presente en estos rituales, o la depravación salvaje son bien conocidos a lo largo de la historia de la antigüedad clásica. Pero en el caso de los griegos siempre existí­a el resguardo del dios Apolo que conlleva, -cuando esas prácticas de desenfreno llegan a Grecia-, a una reconciliación con las armas indómitas de Dionisos. Así parece ser históricamente y para Nietzsche también, el momento de la reconciliación entre ambas fuerzas. El momento de la llegada de los tiranos a Atenas, representantes del poder del pueblo, que trajo del campo a la polis sus creencias y sus dioses pastoriles. Es la preponderancia ya reconocida y más luego extendida, del culto mistérico de Dionisos; donde “las orgí­as dionisi­acas tienen el significado de redención del mundo, de dí­as de transfiguración”. Es el pretendido regreso a lo primitivo en la naturaleza humana.

La tragedia es una medicina cultural, preparada alquí­micamente por la naturaleza, en su fusión de lo apolí­neo y lo dionisi­aco, para ofrecerle al hombre su redención ante el dolor por su fragmentación -la de su pensamiento mí­tico y filosófico-. El hombre se apropia de sus arquetipos (o de sus sí­mbolos) -como en la época homérica se apropió de sus dioses-, para penetrar en su propio misterio, palparlo, identificarse con él y transformarlo (en él), a través de un arduo proceso de experiencia con el dolor y el placer. La música dionisi­aca produjo al hombre helénico un espanto natural al reconocerse en ella, desprendido de su faceta racional. El asombro que le provoca es el de la anagnórisis. “Estos cantos -insiste Nietzsche- y el lenguaje mí­mico de estos entusiastas de dobles sentimientos, fueron para el mundo de la Grecia de Homero algo inaudito. El ditirambo, -un invento mí­tico de Arión-, ya presente en la expresión artística; se despliega ahora en una dimensión reveladora de nuevos sí­mbolos en los que el hombre helénico se reconocí­a fielmente una vez superado su horror, en la contemplación. “Se va transformando de rito colectivo frenético, a espectáculo; convirtiéndose finalmente en genero literario[3].

DIONISO, LA BELLEZA Y HELENA DE TROYA


En la transformación del hombre trágico, su habla se torna en canto vivaz; caminar se convierte en una danza enérgica. Pero no es el movimiento salvaje de un cuerpo que ha perdido el control de sí­ mismo. En la fusión de lo apolíneo y lo dionisi­aco hay una suerte de sensualidad que va de la mano del arrobamiento; las ménades se liberan de su condición de mujeres inferiores y descubren la libertad fí­sica y el latente erotismo y el goce que produce el movimiento de sus cuerpos al ritmo de los cantos de Dionisos. Se despiertan los símbolos de sus arquetipos más arcanos dentro de ellas mismas, se encarnan en ellas; es una auténtica celebración de la vida. Esta visión, aunque resulte fragmentaria, nos acerca a la necesidad (ya no cultural, sino casi biológica) del hombre trágico por la belleza. Para Platón quizá no sea la más ideal, pero sí­ la que más cerca le roza: el cuerpo de la bacante extática embriagado por el placer de la danza, que expresa la belleza y la sensualidad en su estado más puro. La belleza es el imperativo creador, fruto de la desmesura del sufrimiento y la capacidad de transformación del instinto dionisi­aco en la tragedia ática.

Julio Quesada en “Un pensamiento intempestivo” nos dice: “La capacidad para sufrir y aquella otra para crear, configuran la dualidad del arte griego”, así como nace Afrodita (la Belleza ideal) de la espuma formada por la castración de Urano (el sufrimiento, el dios eternamente sufriente de Nietzsche). La belleza -como ideal de vida- daba sentido a los griegos, les explicaba de forma extraordinaria y redentora la incertidumbre que les causaba la ineludible factibilidad de los misterios de la naturaleza y de la muerte.

La asombrosa capacidad del hombre griego para percibir lo terrible de esta vida, se convierte precisamente, en el germen de esa necesidad por la belleza. Gorgias clama en su Elogio a Helena, (“imagen ideal de su existencia”, según Nietzsche): “Perfección para la ciudad es el valor de sus habitantes; para un cuerpo la belleza; para un alma la sabidurí­a; para una acción la virtud; para un pensamiento la verdad”. Todo ello es bueno para el hombre griego; bondad y belleza son para él -salvo escasas excepciones, como Aristóteles-, sinónimos de una misma cosa. Los griegos pensaban que la contemplación de la belleza incitaba al deseo del amor; la belleza es buena y divina. “...si el ojo de Helena originó en su alma deseo y pasión amorosa del cuerpo de Alejandro, ¿qué hay en ello de asombroso? Si el amor es un dios, ¿cómo hubiera podido resistir y vencer el divino poder de los dioses quien es más débil que ellos?[4]. Los griegos designaron términos en su lenguaje para explicar su visión unificadora de la belleza y la bondad”. Intentaron probar que la unión de la belleza y de la bondad era inherente a la naturaleza de las cosas, que la belleza coincidí­a necesariamente con la bondad, (...) en el lenguaje de los antiguos griegos, una palabra compuesta, kalokagathon, serví­a para designar esa concordancia[5].

En el asombro (asombro ante lo inexplicable, la Moira, la naturaleza y su constante devenir) es donde, inevitablemente se percibe en el hombre griego (homérico) una entrañable candidez, próxima a la infancia. El hombre griego del siglo VI - V a. de C. era capaz de conmoverse en verdad, desde sus profundas entrañas, con el espectáculo sobrecogedor (pero artificial y mimético) de Dionisos sacrificado por los Titanes. La muerte del héroe removí­a en el hombre griego sus pasiones más primitivas. Y es en este espectáculo de “imitación de la vida”, donde el hombre trágico crea la belleza, para poder ser glorificado su genio artí­stico y sentirse digno -como reflejo de los Inmortales-, de ganarse la divinidad, la inmortalidad. No nos cabe la menor duda de que lo consiguieron; no sólo a través de su ideal apolí­neo de belleza, o de la conmovedora desnudez con que se abrí­an al espectáculo de la vida y la acogí­an dentro de sí­ mismos; sino y muy especialmente, con ese í­mpetu con el que el hombre griego amaba la vida -su vida- y se identificaba con ella. Por eso será que Nietzsche llama a Homero “el artista ingenuo”.


NOTAS:

[1] El origen de la tragedia griega y sus autores; Carina Don Ángelo.

[2] F. Nietzsche; El Nacimiento de la tragedia. Alianza Ed. 1973.

[3] El vino como elixir sagrado, La embriaguez dionisiaca; Simón Royo Hernández.

[4] Gorgias, Elogio a Helena; “Fragmentos y testimonios”.

[5] El falso arte; pag. Web.






miércoles, marzo 08, 2006

El Árbol Sagrado
















“El muerto sigue viviendo, pues se aparece en los sueños y las alucinaciones del vivo. Así se funda la creencia en los espíritus separados del cuerpo y su tumba se convierte en objeto de una atención supersticiosa. Se ve entonces salir de ella flores, o un árbol, y lo que vive en esa flor o en ese árbol, debe ser, en cualquier caso, el espíritu del muerto.


El árbol se convierte pues, en un árbol sagrado. Se le rinde homenaje como se le rinde al vivo, y aún más, porque el muerto es más poderoso que el vivo". De El Culto griego a los dioses. Friedrich Nietzsche


He decidido recoger en este breve ensayo todos los conocimientos y la sabiduría que aportó al ser humano el encuentro con el Árbol de la Vida, que me hayan llegado a las manos. Porque ese fue justo el conocimiento, y no otro, que me era necesario para vivir sobre la tierra.
Emilio Greco encontraba algo humano en ese gesto de apertura del árbol hacia el cosmos, en su forma de “extenderse y abrirse al cielo”. Mi experiencia con los árboles ciertamente, tuvo una trayectoria singular. Cuando aún estudiaba en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla, me fascinaba dibujarlos y encontraba en ellos, tal como dice Emilio Greco, algo de humano. Luego, tuve ocasión de experimentar con sustancias psicotrópicas, sin un propósito muy definido, que me llevaron a percibir entre otros objetos, al árbol como un ser dotado de vida real, como un ánima o espíritu. Y esta percepción para mí fue un verdadero hallazgo. Sentí, por primera vez en toda mi vida, que los amaba. Y no existía más placer que observarlos danzar, unirse unos a otros, saludarnos y murmurar sus cantos secretos.
No profesé por eso, una nueva religión en homenaje al árbol, pero tomé conciencia de su importancia y la trascendencia de su misión, y el respeto que merecen en el ecosistema de la tierra.
Ahora, todavía los miro, sigo sintiendo ese amor hacia ellos. Y entiendo que es el mismo que ellos sienten por todos los seres, pues continúan ininterrumpidamente, brindándonos sus beneficios. Mi vida es ahora muy diferente de cómo era en aquel momento, en que mi corazón se abrió al amor por estos seres vegetales y silenciosos. Ya no tengo la libertad ni la inocencia en el corazón que tuve cuando los conocí de verdad. Pero por fortuna, todavía no se ha roto el lazo que un buen día unió mi corazón al de ellos. Ya no puedo escuchar el susurro de sus secretos más arcanos, pero puedo sentir a veces, su dolor y su prudencia.
Como con los árboles, también con los pájaros entablé por aquellos días un diálogo abierto. No creo que se haya perdido lo que pervive en el ser humano de más primitivo; aspiro y albergo la esperanza, de que ese vínculo que nos une a la tierra como la Gran Madre, aún no se haya roto. No creo que en mí esto esté olvidado, para nada. Lo percibo muy dentro, a pesar de la aflicción que siento por no poder expresarlo, porque la vida que llevo me obliga a veces, a olvidarme de quién soy en realidad, y de dónde vengo.
Cuando miro a los árboles, por fortuna, se reanima en mi ser este recuerdo y me siento agradecida de que sea así.


"Entre el árbol sagrado y el bosque sagrado, si se les considera como el lugar donde habitan los espíritus no hay ninguna diferencia. El árbol es, en este caso, como emplazamiento reservado a los sacrificios o como altar, un lugar muy concreto en el que se depositan las ofrendas dirigidas a un ser espiritual. Que puede ser el espíritu de un árbol, pero también, eventualmente, puede ser la divinidad del lugar.
La sombra de un árbol aislado o el recinto sagrado de un bosque forman un lugar natural de adoración. Para muchas tribus es el único templo que conocen y para la mayoría, el más antiguo.
Finalmente, el árbol puede ser también, simplemente un objeto sagrado, situado bajo la protección de una divinidad, relacionado con ella y que la representa simbólicamente. Se trata aquí de un vínculo ideal.De este nivel son manifestación la dedicación del roble a Júpiter, del olivo a Atenea, del laurel a Apolo y del Álamo a Hércules". F. Nietzsche


Ese vínculo primordial entre el hombre y el árbol, no puede ser sólo simbólico. El símbolo nos reitera nuestra alianza con nuestro verdadero origen. En aquellos años de mi loca juventud, descubrí el camino que me llevó a conocer al “hombre primitivo”, tuve la oportunidad de reconocer un lenguaje muy antiguo que es común a todos los seres y que todavía, a pesar de nuestra obstinación y ceguera, los seres humanos continuamos comprendiendo y acatando. Es la base de nuestro instinto más primordial.
Dice Charles Hirsch “es un .. instinto.. que ha permitido al poeta encontrar en el roble un compañero .. del cual si se aleja, se siente desarraigado”. No es poca cosa lo que esto puede significar para nosotros y para nuestra supervivencia como especie.
De pronto, estoy regresando conciente, o no tan inconscientemente, a los arquetipos de aquel tiempo de mi juventud en que entablé contacto con el árbol, con los pájaros y con el hombre “primitivo”. Porque es importante no olvidar.
Todos estos días, semanas, meses atrás, he reflexionado y sufrido mucho por causa de esto. Una causa compleja porque se trata de mi vida, la que he vivido como un ser humano normal; y mi vida como poeta, aislada, atormentada, desconocida y negada. Y era esa poeta de la que hablaba Hirsch, la que al ser separada de su compañero: su origen, su amigo (el árbol como símbolo de ”sí mismo”) sufría una muerte en vida.
Es difícil que otras personas puedan asomarse a este abismo y ver algo claramente. Todo lo que verán posiblemente les horrorice, pero es que todo lo que pretendemos ignorar nos causa horror. La condena por el ostracismo ya es un horror.
Es mejor decir: hay un ego o cualquier otro ente imaginario y sus cualidades o defectos, es más preciso, o así nos parece; que decir: “No quiero ver en ti que yo también estoy perdido”.
Los únicos que alguna vez me rescataron de la locura, de la soledad y del sufrimiento fueron mis propios arquetipos. Las personas bienintencionadas o algunos buenos amigos, sólo pueden escucharte. Pero hace falta crear mucho silencio en nuestro interior para ser testigos honorables del dolor de los demás. Añadimos más dolor cuando no sabemos callar.
El árbol ahora es mi arquetipo porque reapareció silencioso, majestuoso e imponente. Sin necesidad de doblegar mi voluntad, se impuso por sí mismo. Como si reflejara ese “sí mismo” del que tanto me he apartado y por el que tanto he sufrido. Como alter ego. Quizá mi sensibilidad no llegue al punto de rendirles un altar, pero en mi corazón ya lo tienen.


"El vínculo con el árbol se hace pronto tan sólido, que allí donde se trasladan los sacra (ceremonias y objetos de culto) para fundar una colonia, se lleva también un brote del árbol sagrado. Este brote se planta allí y se consagra mediante el levantamiento de un altar y una mesa para los sacrificios."


Cuando leí a Nietzsche -y ahora que sigo leyéndolo-, advertí que estaba teniendo una interesante tertulia virtual con una especie de sabio primitivo. Su sabiduría y el alcance de su visión fueron proverbiales en su tiempo y en su cultura. Pocos hombres occidentales han alcanzado tal claridad de percepción ante las manifestaciones de lo divino, sin ser irrespetuosos ni profanos. El caso es que Nietzsche ha reseñado en este libro[1] lo rituales ancestrales de los que nace el culto al árbol. Y que perviven incluso, en nuestras costumbres culturales más inocuas, como el árbol de navidad. Y no me pone a decidir si esto es bueno o no, sólo señala su origen muy lejano y además “razonable”. Es razonable pensar que un ser humano llegara a creer que el árbol pudiera albergar un espíritu benigno, si consideramos al menos, que era la fuente de su principal sustento.
Pero esto no me interesa tanto en realidad, como el espejo en que se convirtió ese árbol para mí, en definitiva, para el ser humano.
Mi amigo José de Triana solía aconsejarme: “Tienes que ser como el árbol, imperturbable”. Sus palabras todavía resuenan en mi memoria. Probablemente pase el tiempo y haya olvidado ya muchas cosas, pero sus palabras fueron en su tiempo semillas de sabiduría, plantadas en la tierra de mi mente. De esa época también son esos recuerdos.
[1] El culto griego a los dioses.


"Si en un lugar, un árbol decididamente, no quiere brotar, eso significa que el culto correspondiente no puede ser practicado, pues para practicarlo se tiene necesidad de él. Todo se corona con sus hojas y sus ramas: las ofrendas del sacrificio, los presentes sagrados, el santuario mismo y la persona de los sacerdotes. El agua lustral no podía rociarse más que con ramas del árbol sagrado".


Dice Hirshc: “El simbolismo del árbol de la vida es universal. En Egipto el sicómoro confería a los muertos la vida eterna. Es la naturaleza o la Gran Madre que da la leche, o la savia que hace crecer al hombre y a todas las cosas. La energía vital del árbol está asociada a los poderes femeninos de la creación. Se asocia a la tierra, principio femenino y al mismo cosmos, representado con la forma de un árbol gigante que se convierte en el símbolo de la realidad absoluta.
En la imagen del árbol, el cosmos se regenera. Es la fuente inagotable de la vida, que incluye todas las cosas –vida y muerte- en una dinámica creativa, fundamento del mundo. El árbol simboliza la vida y el universo.
En las religiones arcaicas es el universo .. según los Upanishad sus ramas son el éter, el aire, el fuego, el agua, la tierra. Es por lo que el hombre asociado al árbol participa de ese cosmos, de este árbol de la vida, y no hace más que Uno con él”.
Hasta Mircea Elíade sugiere: “es en el árbol donde hay que buscar los orígenes de lo humano”. De modo que, obedeciendo a mi instinto primordial, volví mis ojos hacia el árbol, para contemplarle no sólo en su fisonomía solemne e inamovible. Con el árbol ha de surgir necesariamente un diálogo interior, cuando ha llegado el momento de guardar silencioso respeto y dejar hablar la sabiduría milenaria, que reside en nuestro verdadero ser. No es azar que le encontrara de nuevo, ahora. Para el universo nada es azaroso o arbitrario; incluso lo impredecible está claramente descrito en el mapa cósmico. Este pensamiento que podría parecer contradictorio es tema de reflexión para otras cátedras, pero es una intuición finísima que permite al ser humano dormir con tranquilidad por las noches.


"Existen varias manifestaciones de la adoración a los árboles:
La creencia de que un árbol sagrado tenía un espíritu que se encarnaba en él y permanecía vinculado a él. El árbol podía ser la morada o el refugio del espíritu".


Reconozco que el arquetipo ha regresado con uno de los más nobles propósitos para el ser humano, crecer y madurar. Eso es, al menos en principio, lo que perfila su presencia en el ámbito de mi psique. El árbol como mi amigo, sólo podría mostrarme de mi “sí mismo” aquello que es necesario conciliar. Indudablemente, persiste dentro de mí esa nostalgia por aquellos días de descubrimiento en los que conocí a mis arquetipos. Reconozco que no son estos mis días más dichosos. He purificado -por utilizar el argot religioso- hondamente, algunos de mis antiguos demonios. Lo cierto es que algunas batallas no tenemos más remedio que librarlas nosotros solos. Y ahora, comprendo que crecer es doloroso y madurar es necesario. La necesidad es la mayor de nuestras diosas.
La madurez que concede el arquetipo del árbol, es la que llega como las estaciones, a su debido tiempo; la que trae sus frutos “maduros”, la que renueva la vida cada año, como se renuevan las hojas del árbol otoñal.
Sé muy bien por su aparición, que ha llegado el momento de adoptar la postura del árbol del que me hablaba mi amigo José de Triana; la del árbol solitario en la cima de las montañas; la del árbol imperturbable a pesar de los vientos y las tempestades; la del árbol que señorea con sus ramas frondosas desde las inmediaciones del bosque, que se renueva cada año, que permanece unido a la tierra.
De pronto, al reencontrarme con este arquetipo he sentido de nuevo, la dicha aquella de mis veinte años, la del descubrimiento pero renovado; la del reencuentro con los amigos verdaderos. Tal vez ahora, sólo estamos recreándonos en nuestros arquetipos, pero cuando ellos se apartan para dejarnos vivir, entonces es nuestra responsabilidad crear a partir de sus enseñanzas.


"Un árbol sagrado que se remonta a los orígenes se termina convirtiendo en el árbol originario de una especie de árboles, del mismo modo que el clan se ha propagado a partir de un antepasado. Semejantes árboles originarios son entonces, propiedad de clanes, como lugares de culto. Una poderosa tribu parece deber su poder al árbol sagrado y a la tumba de sus antepasados (...) Así pues, la propiedad de la tumba y del árbol es necesaria para no perder el poder".


El Culto al Árbol Ancestral
Dice Hirsch: “El nacimiento de la tribu testifica el culto al árbol ancestral. Los Meo en Tailandia y Birmania, los Tagalos en las Filipinas, los Ainou en Japón, donde estas tribus provienen de un bambú o una mimosa.
Marco Polo cuenta que el primer rey de los oighours nació de una especie de champiñón alimentado de la savia de los árboles. Según Mircea Elíade el hecho de que una raza descienda de una especie vegetal presupone que la fuente de la vida se halla concentrada en ese vegetal, por tanto, la especie humana se encuentra allí en estado potencial, en forma de gérmenes, de semilla.
La acción del árbol no se limita a ser el fundamento del alma antes del nacimiento y la fuente de la vida, está ligado al hombre mientras dure su existencia, ni la muerte puede romper esta unión. El árbol nos da un impulso hacia la vida del más allá.
Cuenta de nuevo Marco Polo, que el Gran Khan ordenó plantar árboles con el mayor placer, porque sus astrólogos y adivinos decían que quien plantara árboles tendría una larga vida.
Así el hombre encuentra su sentido en el árbol, y éste es símbolo del hombre; a la inversa, es el árbol el que encuentra su sentido en el hombre, símbolo del árbol.
El simbolismo chino del Yin y el Yang reconoce esta doble alianza. El hombre contiene el germen del árbol (...) recíprocamente, ambas zonas, blanca y negra, inseparables, desarrollan, una dentro de otra, sus respectivos gérmenes.
En el antiguo Testamento, el árbol del que se come el fruto arroja al hombre fuera del Edén, y lo pone en el conocimiento del mundo dominado por los antagonismos del si y del no, lo verdadero y lo falso, del bien y del mal. Por el contrario, el árbol de la vida es unitario, sobrepasa y reduce estos antagonismos, de los cuales el hombre debe liberarse si desea acceder al rango de los vivos.
La sabiduría inscrita en el árbol de la vida, seguramente no está en el mundo, aunque contiene ese mundo y lo sostiene. El árbol de la vida engendra también el árbol cósmico.
La sabiduría y la inteligencia son el poder de hacer crecer el árbol de la vida enraizado en la tierra de la experiencia, que culmina en los cielos de la intuición”.

Al referirnos al árbol ancestral en relación con la tribu, nos estamos refiriendo directamente al hombre primitivo. No es azar que apareciera entonces aquí, de nuevo, la generación de la leyenda y el culto al árbol ancestral en el nacimiento de las primeras sociedades humanas. Ha debido de ser inmenso el valor de la identificación que los primitivos concedían a sus árboles de culto, por otros muchos motivos de índole sagrada, tanto más que por razones puramente prácticas. Comprendemos que la mentalidad del hombre que adoraba a los árboles es la mente ingenua del hombre mago, su mente está sumergida en el sentido mágico de la existencia, en su fuerza inmanente y desconocida. Así el árbol podía presentarse ante él no ya como el espíritu reencarnado de sus parientes, sino como un ente espiritual por sí mismo. Y si es nuestra mente la causa que condiciona nuestras vidas, el modo como percibimos y vemos los fenómenos ha de tener por fuerza, una incidencia profunda y definitiva en las manifestaciones de las cosas que vemos y que percibimos por nuestros sentidos. Esto es, que la forma como percibamos nuestro mundo será, al fin y al cabo, la que creará nuestro mundo.
Me imagino cómo pudo ser este primer encuentro entre el hombre primitivo y el árbol ancestral en su universo mágico y arcano. Puedo constatarlo desde mi propia experiencia; aún a pesar de que ésta se halle asentada sobre los cimientos de una experiencia psicotrópica, se trata de una verdadera experiencia transpersonal. Aquí es donde con más vigor que nunca, se demuestra la fuerza de los arquetipos como mensajeros de lo inconsciente colectivo, como nuestro acervo universal y atemporal.
Porque probablemente, los poetas más osados, algunos lunáticos y todavía hoy día, en algunas aldeas apartadas en los confines de la tierra, los jefes chamanes sean los únicos hombres con la disposición anímica y mental como para abrirse a este fenómeno de la existencia: el ser del árbol. Percibir que nos encontramos delante de un ser que podría encarnar el alma de nuestro pariente difunto, y más aún; como sucedió entre los clanes de los antiguos pelasgos en el Peloponeso, descubrir el vínculo del árbol ancestral como objeto de culto, con la divinidad de la tierra. Sacralizar la existencia y lo existente y llevar ese tono de lo divino a nuestra propia mirada requiere sin duda, de una sensibilidad, una nobleza y una inocencia nítidas e intachables. Es difícil asociar en nuestros días cualquier objeto de nuestra cotidianidad con la idea de lo sagrado, sin caer en el maniqueísmo y la pedantería. Sin embargo, e intentando superar nuestros prejuicios acerca de la superioridad de nuestra cultura, observamos la capacidad de apertura sin límite con que el hombre primitivo se aproximaba a su entorno, con respeto y reverencia; y vemos que para él lo sagrado está a su alrededor, prácticamente en todas partes, y que él mismo forma parte –una parte acorde con lo que le rodea- de esa armonía que forma el cosmos.


"La adoración de los árboles ha tenido lugar primero, encontrándose a continuación como parte integrante de las religiones superiores triunfantes. Se trata de una creencia natural entre los pueblos cazadores y es tan poderosa que sobrevive a toda la religión de la Antigüedad (...)

El derecho de los dioses y de los hombres entre los helenos condenaba como sacrilegio la profanación o destrucción de un árbol sagrado. El castigo era la muerte o el exilio, o como mínimo la confiscación de los bienes."


El Árbol Cósmico
( Imagen original de Gilbert Williams)

Dice Hirsch: “En la antigua India el universo estaba rigurosamente ordenado por árboles (...) El Monte Meru del cual se alza la esbelta silueta en forma de loto, eleva al árbol a la dignidad de eje del mundo, mediador vertical entre las profundidades de la tierra y la altura de los cielos.
El árbol axial está plantado en medio de la tienda siberiana y de la cabaña de la danza del sol de la tribu de los sioux. El abedul siberiano lleva unos cortes que indican el grado de ascensión al cielo.
Entre los griegos el simbolismo del árbol se saca por una analogía semántica. Cosmos en griego significa orden; traducen lo que conocemos por materia como hylé, que significa madera, pero en relación a material para construir. Así el cosmos según los griegos puede ser considerado como una gran casa, juiciosamente construida (para ordenar la casa se empieza por su construcción), en la que crece el hombre. De tal manera que el mundo, inmensa construcción, que mantiene un orden estricto, entraña una estrecha relación con la hylé, madera.
La madera se asocia también a la leña, asociada a su vez al humo que “sube hacia el cielo”.
En las danzas giratorias rituales de los buriatos que imitan el movimiento aparente del sol, parecen buscar la integración en un perpetuo torbellino, entre el cosmos (movimiento) y el eje cósmico.
La madera se asocia también a la sabiduría, cuyos orígenes griegos, (la sofía), se traduce por “tener oficio”. En las tradiciones nórdicas la madera o el árbol participan de la ciencia (la sabiduría) Los ogam (escritura tradicional irlandesa) son grabados sobre madera. Existe también una homonimia entre la palabra ciencia y la palabra árbol o madera, en las lenguas célticas tienen la misma raíz que la palabra sabiduría.
En la tradición judía “comer del árbol” significa absorber, incorporar la sustancia del árbol, que equivale a la sustancia del mundo; y como consecuencia, la sabiduría absoluta, el conocimiento del orden de las cosas”.
Nietzsche nos recuerda en el libro de referencia, que los antiguos griegos tenían “un tipo de conciencia religiosa muy profunda”. Y nosotros sabemos que el concepto griego de la mesura y del orden era privativo de su cultura, todas las cosas tenían un lugar y una forma que les eran propias. No obstante, su flexibilidad: “no había ciertamente ninguna obligación de creer, ninguna obligación de frecuentar los templos.. se toleraba en relación con los dioses todas las opiniones posibles”, está claro que para el griego primitivo los asuntos del culto son asuntos serios, y que atañen a toda la tribu. Esto es así porque en lo relativo a sus deberes ante la divinidad: “la falta del individuo se consideraba una impiedad de la tribu entera”. El individuo se consideraba no sólo responsable por sí mismo, sino también responsable por el colectivo del que formaba parte.
La idea del orden cósmico, de pertenecer a un orden establecido, estaba claramente arraigada en la mente del hombre primitivo. La necesidad del individuo se posponía a favor de la necesidad del colectivo. Así todos los hombres cumplían una función dentro de sus clanes, ninguno se hallaba jamás excluido, fuera del orden. Porque la mera posibilidad de que esto sucediera, no sólo le ponía a él como individuo en peligro, sino también a toda la tribu.
Sobre esta mentalidad de pertenencia, de arraigo y de formar parte del clan, de la tierra y de la tribu, se apoya firmemente el culto del árbol cósmico. O quizá y sea éste su origen. La simbología nos presenta al árbol como imagen de la estabilidad, de la permanencia. Puesto que sus raíces se asientan profundamente en las entrañas de la tierra, el hombre primitivo busca en el árbol también su propia permanencia y pertenencia a la tierra. Sabe que si está solo su vida no tiene mucho valor, que depende de los otros como el árbol depende de la tierra para su sustento, y que de ella proviene su estabilidad y su trascendencia. Por esta razón el colectivo era más importante que el individuo, porque el hombre primitivo comprendía que sin el clan, el individuo no podía sobrevivir.
El orden de las cosas, del universo estaba planteado de esta manera para ellos, pero en realidad, las cosas no han cambiado mucho. No obstante, nuestro empeño por individualizar todas las manifestaciones de nuestra cultura, nuestro desarraigo de la familia y sus valores, la desintegración del clan y de la tribu en una sociedad anónima y particularizada, en la que ningún individuo encuentra apoyo ni identidad. Las cosas no han cambiado porque el individuo sigue necesitando vivir en sociedad para sobrevivir; porque la compleja maquinaria en la que se ha transformado el Estado -u otras formas de comunidad colectiva-, a lo largo de las épocas es aparentemente, el único sistema de supervivencia posible para el hombre civilizado. El hecho es, al fin y al cabo, que la soledad de las estepas no concede más que adversidades al individuo y esto lo sabía muy bien el hombre primitivo. ¿Para qué entonces violentar ese orden? En lugar de eso, se dedicaron a preservarlo mediante sus rituales. Y el árbol cósmico fue siempre el medio para recordar, al individuo y al colectivo, su responsabilidad dentro de ese orden cósmico. Además, y quizá lo más importante, su vínculo con lo sagrado.
El universo funcionaba porque los hombres funcionaban de acuerdo con el orden cósmico; seguían las directrices del árbol sagrado, el eje axial que por un lado les unía con la tierra y por el otro, les conectaba con las potencias celestes.
El árbol cósmico, más que una alusión a una imagen poética de una realidad arcana, adormecida en la memoria de la cultura humana, representa el verdadero origen del hombre; es su imagen, su alter ego, como dice Hirsch. Nos muestra con absoluta rotundidad, el esquema definitivo de la creación, el surgimiento y el devenir de nuestra propia especie, y nuestra supervivencia dentro de ese inmenso plan cósmico. Sobre la carta de navegación del infinito universo se despliegan los puntos existenciales del árbol cósmico, fijando el rumbo que la humanidad habría de seguir para alcanzar su evolución completa dentro del orden universal. Al perder el rastro de nuestro árbol cósmico, al desdeñar nuestros vínculos con el árbol, con la tierra, con la tribu, hemos cortado las raíces de nuestro asentamiento, de nuestra permanencia; y así también, de nuestro apoyo para alcanzar las dimensiones de lo sagrado, lo que está más allá de los sentidos. Nuestra trascendencia definitiva.
Parece urgente escuchar, hoy más que nunca, el lamento de los árboles. Hoy he salido a la calle y he visto que ya casi empezaba la primavera. Las temperaturas habían subido, se notaba un ambiente más caluroso en general; el sol brillaba con fuerza. Pero al mirar los árboles comprendí que nuestra manipulación egoísta de la carta de navegación astral, ha terminado siendo para ellos un trabajo fatigoso en el que las labores de retoñar y dar frutos aparecen cada cambio de estación más tardías. Comprendí que tanto ellos para nosotros como nosotros para ellos, empezamos a ser casi como extraños; quizá muy pronto, lleguen a ser hasta unos desconocidos. Y que temerariamente, podría llegar el día en que los hijos de nuestros hijos nos preguntaran ¿qué cosa es un árbol? Temo que llegue ese día. Porque entonces, habremos perdido definitivamente el rumbo y estaremos navegando solos en el universo, y a la deriva.

Elevo al universo sagrado una oración y ruego a los genios de la tierra para que ese día no llegue jamás, y que el Árbol de la Vida pueda perpetuar su labor de sostenimiento y de sabiduría para beneficio de los hombres y las generaciones futuras.