domingo, mayo 14, 2006

EL RENACIMIENTO DE LA TRAGEDIA - APUNTES ACERCA DE “EL NACIMIENTO DE LA TRAGEDIA” DE NIETZSCHE.-

“Hubo una época primitiva del ser humano en la que éste se hallaba junto al corazón de la naturaleza ... de ese hombre primitivo descenderíamos todos nosotros ... sólo tendríamos que expulsar de nosotros algunas cosas para reconocernos otra vez como ese hombre primitivo.”
F. Nietzsche “El Nacimiento de la Tragedia”.


En cierto modo, la crítica de Nietzsche a la cultura moderna tiene su fundamento en la natural degeneración de la propia cultura helénica, a partir del advenimiento de los sofistas y en particular, del optimismo socrático, y toda aquella cultura alejandrina en la que derivó. Para Nietzsche, incapaz quizá de reconocer en este movimiento la génesis del pensamiento filosófico occidental, la aparición del signo socrático en la cultura helénica supuso un claro síntoma de deterioro de sus verdaderos valores.

Para Nietzsche, y de modo más o menos comprensible también para nosotros, la cultura moderna posee todas las características de una cultura débil. Sin embargo, él mismo nos anuncia exultante un inminente “renacimiento de la antigüedad griega clásica”...

“Sí amigos míos, creed conmigo en la vida dionisiaca y en el renacimiento de la tragedia”. Con estas palabras Nietzsche nos entrega su singular invitación a ese renovado universo dionisíaco: “Coronaos de hiedra, tomad en la mano el tirso y no os maravilléis si el tigre y la pantera se tienden acariciadores a vuestros rodillas. Ahora, osad ser hombres trágicos. ¡Vosotros acompañaréis al cortejo dionisíaco desde India hasta Grecia! ¡Armaos para un duro combate, pero creed en los milagros de vuestro dios!”.

Así es como, de modo original, Nietzsche nos entrega el retrato de esa visión trágica del mundo que ha de resucitar para beneplácito de todos los artistas y hombres, ingenuos y primitivos. Esta invitación a creer en el milagro de la resurrección del mito, representa simbólicamente, un grito que clama: ¡Libertad! Puesto que sus imágenes provienen de los instintos más primordiales es claro que aquí, el artista se encuentra ante un abismo de aislamiento e incomunicación; su fuerza primitiva está siendo sofocada, soterrada bajo un alud de argumentos de la más fina lógica optimista. El mundo de la lógica se impone sobre la imagen, y con más ahínco aún sobre su fuente generatriz: los sueños y el entusiasmo dionisíaco.

Se clama por la resurrección de la tragedia porque íntimamente se ha mantenido el vínculo con lo sagrado, con la fe que impele a creer en lo que no se ve; del mismo modo que se creía, durante las fiestas de celebración de Dionisos en el Parnaso, que el dios mismo estaba presente, o que su imagen aparecería entre los congregados, de un momento a otro.

Este influjo que ejercía el dios en el adepto, en la ménade extática, ese entusiasmo que cobraba poder sobre la voluntad del adepto ya se halla presente en ese grito; es su llamada y a la vez, la evidencia más palpable de su presencia. La presencia del dios que nos devuelve a nuestro estado verdadero: la naturaleza como espacio de libertad.


En todo esto creía Nietzsche, el ateo. Tenía un dios que le guiaba cuando clamaba con delirio entusiasta: “¡Osad ser hombres trágicos!”.

¿Comprendemos aún lo que esto significa? O, ¿apenas conciliamos su significado en la obra de teatro, mimética y plástica (ya artificial)? Quizá estemos ya tan corrompidos por siglos de la falsa utilización del término, y acercarnos a lo que realmente significa nos supondría una inmersión oceánica en enciclopedias de cultura antigua. Porque seguramente hasta el sonido que produce el vocablo ha de parecernos antiguo, desusado, o algo peor; salpicado de connotaciones negativas o supersticiosas.

Para entenderlo e integrarlo a nuestra visión, es menester dar un salto mortal a través de la nada, y muy por encima de los vestigios de nuestra propia cultura. Eso supone olvidarnos, abandonar todo cuanto hemos sido, todo lo que hemos creído y concebido como cierto hasta ahora; desde el preciso momento en que aprendimos a hablar.

Semejante salto no puede suponer para nosotros menos que un temor lógico a lo sobrenatural; porque efectivamente, esa llamada nos sorprende desde las entrañas de nuestro ser. Es una manifestación del espíritu, de la naturaleza.

Entonces, cuando escuchemos que esa voz nos clama, ¿qué haremos? ¿Apelaremos primero, a nuestra naturaleza más primitiva y animosa. O, por el contrario, permaneceremos estáticos de terror frente al abismo que nos encara?

Yo misma le he escuchado alguna vez. Su voz fue entonces, un grito profundo, una llamada de auxilio que surgía de las mismas entrañas de la tierra. Me sorprendía en cualquier lugar, en cualquier momento; su demanda era inquietante, ineludible. Finalmente, decidí evadirla, esconderme de ella; el miedo ante la boca del abismo de mi propio ser me abrumó. Hoy día pago caramente las consecuencias.

Pero he aquí, que aquella antigua llamada ha resurgido, en un momento quizá crítico para replantearnos nuestra posición en el mundo. Todo vuelve al caos, desconcierta la urgencia con que se renueva el vigor de su grito. Ahora resulta arduo eludirla, vemos, como en un espejo, las mil trampas con que nos esforzamos en traicionarla, y no tarda en cubrirnos la vergüenza de nuestra total ausencia de esmero.

Lo que tiene de vibrante ese grito remueve en nosotros ese espíritu de la naturaleza, nada se ha perdido, sigue latente. No puede morir mientras haya oídos que la escuchen. No nos falta valor; si vemos realmente con esos ojos limpios del hombre primitivo, no nos falta nada en absoluto. Estamos completos y sin embargo, no nos damos cuenta.

Ese clamor seguirá brotando de nuestro interior en tanto podamos escucharlo. Y aún cuando movidos por su influjo hayamos decidido al fin, que seguir esa voz era lo más acertado, aún así seguirá clamando; mientras todos y cada uno de aquellos espíritus durmientes no hayan abierto, de par en par, los ojos.

Por esos espíritus durmientes que gravitamos en el océano infinito de la ignorancia, gritan los locos, los inocentes y los libres, y los entusiastas que han caído, después de vislumbrar la luz inaudita de toda sabiduría.

Recordemos que nadie puede andar nuestro propio camino.