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miércoles, noviembre 26, 2008
viernes, septiembre 26, 2008
LA SACERDOTISA DE THOT - Novela sobre El Antiguo Egipto
La Sacerodotisa de Thot
Una historia de amor y poder que entrelaza la historia, la magia y el misterio del Antiguo Egipto con la vida de grandes personajes como Pitágoras, Leonidas el Espartano y Darío el Grande.
COMENTARIOS SOBRE LA HISTORIA DE LA SACERDOTISA DE THOT.
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¿De dónde surge la historia?
En principio, la historia comienza en el relato de las regresiones de Helena en “El Viaje”, otro proyecto que espero poder llevar a feliz término. Pero después me di cuenta de que esta historia constituía un argumento por sí misma. Era necesario documentarme sobre la época, las costumbres de pueblos tan diversos y sin embargo, tan cercanos como Egipto, Grecia y Persia. Hice un primer esbozo de los personajes principales y más adelante, descubrí que se entremezclaba la ficción con la realidad, es decir, con la historia. Aunque no siempre fui fiel a esta coincidencia, pues aunque me documenté todo cuanto pude acerca de los principales acontecimientos de la época en que varios capítulos discurren; no obstante, con frecuencia pasé por alto la precisión histórica con el único propósito de sacar partido del drama del personaje principal.
En el desarrollo del personaje principal, Neferure, la sacerdotisa de Thot, quise poner de relieve sus facultades mágicas y mediadoras con el dios egipcio de la sabiduría; haciendo esto surgió en mi vida el recuerdo de cierto incidente que viví cuando estuve en Sevilla: con frecuencia me encontraba a mi paso alas de pájaros, de distintos tamaños y colores y solía recolectarlas y ponerlas en un jarrón, pues esto me agradaba. Comenté este hecho a varias personas, y una joven de apariencia bastante melancólica y hippie, me hizo la siguiente observación: “Te encontrabas esas alas porque tienes la facultad de comunicarte con los pájaros. ¿No recuerdas qué sucedía después?”.
Curiosamente, recuerdo que por esa época vivía en un ático, un refugio acogedor y entrañable en mis recuerdos, en la Calle Amparo. Una mañana de mercadillo bajé a la tienda de libros antiguos que había justo detrás de mi edificio y hurgando entre los miles de libros, subida a una escalera, encontré dos que atesoro en especial; uno de ellos era “El Lenguaje de los pájaros”. Y en él se menciona varias veces al dios Thot, un dios que siempre me atrajo. Es un libro al que he recurrido con frecuencia en mi vida, tanto para escribir, como para deleitarme con su narración; y del que también, y no por casualidad, surgió la primera historia de “El Viaje”, que tenía igual relación con mis experiencias extrasensoriales durante mi larga estancia en Sevilla; la famosa experiencia del viaje extracorporal que detallé al principio de aquella historia.
Así fue como Neferure adquirió sus cualidades: podía interpretar el lenguaje de los pájaros y ver presagios; y esto era así pues era una sacerdotisa del dios Ibis Thot que le había otorgado ese don. ¡Maravillosa cualidad! No sabía, como lo sé ahora que estoy leyendo más acerca de los griegos, que ésta era una práctica muy recurrida en la Grecia heroica; a la que a veces, me da por tildar de supersticiosa en exceso. Y, no por casualidad, encontré años más tarde en mi propia carta natal: “a kind of non verbal rapport with animals” (Cierto tipo de compatibilidad no verbal con los animales) Cosa que no puedo negar en absoluto. Mi inevitable atracción hacia los Griegos me ha llevado a descubrir las asombrosas coincidencias que existían entre sus prácticas mánticas y la sabiduría secreta de los sacerdotes egipcios. Estudié e indagué cuanto pude, pero está claro que esta sabiduría ya no se encuentra en los libros, así que no me quedó más remedio que echar mano de mi frugal imaginación; y agradezco a las Musas que pusieron en mis manos y en mi mente las palabras apropiadas, para describir lo que yo misma había experimentado en varias ocasiones en mi vida en Sevilla.
Aprendí que los sueños y los animales eran tan importantes para estos hombres animistas y rudimentarios que vivían a la copla de Homero, al que por demás admiro inmensamente. Introduje también los sueños, como medio de vinculación entre Iolaus y los dioses; porque conocía en parte esta práctica, y porque me intereso por el yoga de los sueños, y además, porque yo misma, mucho antes de conocerlas, ya había tenido varias experiencias oníricas patentemente lúcidas. Por ejemplo, La habilidad de Pitágoras para comunicarse con los elementos, como el río, es algo que leí y de lo que no tengo experiencia próxima; excepto con los árboles, pero en una esfera poética (y alucinógena, valdría aclarar).
¿Por qué, si me gustan tanto los griegos, y no tanto así los egipcios, escogí que la protagonista, Neferure, fuese egipcia y no griega?
(Actualización. En el momento en que escribí esta novela todavía no se me había revelado mi conexión profunda y espiritual con Egipto. Ahora esta conexión ya está clara y asentada.).
En principio, la historia comienza en el relato de las regresiones de Helena en “El Viaje”, otro proyecto que espero poder llevar a feliz término. Pero después me di cuenta de que esta historia constituía un argumento por sí misma. Era necesario documentarme sobre la época, las costumbres de pueblos tan diversos y sin embargo, tan cercanos como Egipto, Grecia y Persia. Hice un primer esbozo de los personajes principales y más adelante, descubrí que se entremezclaba la ficción con la realidad, es decir, con la historia. Aunque no siempre fui fiel a esta coincidencia, pues aunque me documenté todo cuanto pude acerca de los principales acontecimientos de la época en que varios capítulos discurren; no obstante, con frecuencia pasé por alto la precisión histórica con el único propósito de sacar partido del drama del personaje principal.
En el desarrollo del personaje principal, Neferure, la sacerdotisa de Thot, quise poner de relieve sus facultades mágicas y mediadoras con el dios egipcio de la sabiduría; haciendo esto surgió en mi vida el recuerdo de cierto incidente que viví cuando estuve en Sevilla: con frecuencia me encontraba a mi paso alas de pájaros, de distintos tamaños y colores y solía recolectarlas y ponerlas en un jarrón, pues esto me agradaba. Comenté este hecho a varias personas, y una joven de apariencia bastante melancólica y hippie, me hizo la siguiente observación: “Te encontrabas esas alas porque tienes la facultad de comunicarte con los pájaros. ¿No recuerdas qué sucedía después?”.
Curiosamente, recuerdo que por esa época vivía en un ático, un refugio acogedor y entrañable en mis recuerdos, en la Calle Amparo. Una mañana de mercadillo bajé a la tienda de libros antiguos que había justo detrás de mi edificio y hurgando entre los miles de libros, subida a una escalera, encontré dos que atesoro en especial; uno de ellos era “El Lenguaje de los pájaros”. Y en él se menciona varias veces al dios Thot, un dios que siempre me atrajo. Es un libro al que he recurrido con frecuencia en mi vida, tanto para escribir, como para deleitarme con su narración; y del que también, y no por casualidad, surgió la primera historia de “El Viaje”, que tenía igual relación con mis experiencias extrasensoriales durante mi larga estancia en Sevilla; la famosa experiencia del viaje extracorporal que detallé al principio de aquella historia.
Así fue como Neferure adquirió sus cualidades: podía interpretar el lenguaje de los pájaros y ver presagios; y esto era así pues era una sacerdotisa del dios Ibis Thot que le había otorgado ese don. ¡Maravillosa cualidad! No sabía, como lo sé ahora que estoy leyendo más acerca de los griegos, que ésta era una práctica muy recurrida en la Grecia heroica; a la que a veces, me da por tildar de supersticiosa en exceso. Y, no por casualidad, encontré años más tarde en mi propia carta natal: “a kind of non verbal rapport with animals” (Cierto tipo de compatibilidad no verbal con los animales) Cosa que no puedo negar en absoluto. Mi inevitable atracción hacia los Griegos me ha llevado a descubrir las asombrosas coincidencias que existían entre sus prácticas mánticas y la sabiduría secreta de los sacerdotes egipcios. Estudié e indagué cuanto pude, pero está claro que esta sabiduría ya no se encuentra en los libros, así que no me quedó más remedio que echar mano de mi frugal imaginación; y agradezco a las Musas que pusieron en mis manos y en mi mente las palabras apropiadas, para describir lo que yo misma había experimentado en varias ocasiones en mi vida en Sevilla.
Aprendí que los sueños y los animales eran tan importantes para estos hombres animistas y rudimentarios que vivían a la copla de Homero, al que por demás admiro inmensamente. Introduje también los sueños, como medio de vinculación entre Iolaus y los dioses; porque conocía en parte esta práctica, y porque me intereso por el yoga de los sueños, y además, porque yo misma, mucho antes de conocerlas, ya había tenido varias experiencias oníricas patentemente lúcidas. Por ejemplo, La habilidad de Pitágoras para comunicarse con los elementos, como el río, es algo que leí y de lo que no tengo experiencia próxima; excepto con los árboles, pero en una esfera poética (y alucinógena, valdría aclarar).
¿Por qué, si me gustan tanto los griegos, y no tanto así los egipcios, escogí que la protagonista, Neferure, fuese egipcia y no griega?
(Actualización. En el momento en que escribí esta novela todavía no se me había revelado mi conexión profunda y espiritual con Egipto. Ahora esta conexión ya está clara y asentada.).
Esta elección no fue deliberada, pues como ya expliqué antes, el argumento en cuestión surgió de otra historia, “El Viaje”. Y para mantenerla y quizá porque me resultaba más convincente, la dejé fluir. Neferure es un personaje formidable, por el que siento especial afecto. Los egipcios me agradan, pero es cierto que no tanto como los griegos. Así le pasaba a ella, porque sus disputas principalmente, eran con los miembros de su propio país, los intachables Uab; que no hallaban la manera de expulsarla del trono. Pero su amor está volcado hacia un extranjero; y lleva la “casualidad” que éste es precisamente, griego. Además, esta princesa y viuda real gobierna en un Egipto en decadencia. Es obvio que se esfuerza por conservar las sagradas enseñanzas, pero que ya en su propia tierra -a la que considera sagrada-, no existen hombres capaces de sustentarla. Tiene que llegar un extranjero para que los dioses depositen en él su reservorio; así se lo anuncia el mismo dios Thot.
¿Por qué incluí personajes tan destacados en la historia como Darío el Grande y el Rey Leónidas, el espartano, cuyas vidas se han vuelto leyendas?
Con el Rey de Persia Darío, al igual que con Ciro, su aparición en la historia me ayudaba a ubicarla en el espacio y el tiempo, me servían como medio para diagramar a mis personajes principales y la relevancia de sus roles en el drama. Esto es aún más patente cuando aparece Leónidas; y en especial Jerjes, el hijo de Darío. Tiene que pasar el tiempo, y aunque Iolaus ha vivido muchos años en Egipto, un motivo de fuerza mayor lo tiene que apartar de aquellos a quienes ama. Necesitaba a un personaje lo suficientemente grave como para retenerle, y con el que tuviera algún tipo de vínculo, más allá de lo político.
¿Existe algún riesgo de que estos personajes tan fuertes en la memoria histórica, puedan resultar desmembrados en la trama?
La relación que mantiene Iolaus con la joven Medea y su misma situación de esclavo, permanecen como indicios de una historia más profunda; y que incitan en el lector esa simpatía que acoge a este personaje cuando transcurre su tránsito por los pasajes de la muerte. Iolaus padece mucho antes de llegar a conocer a la sacerdotisa de Thot. Esto es preciso para destacar de forma más dramática los contornos de su figura en; situaciones como, su encuentro con el Rey Leonidas y su relación con la vieja Grecia; y el porqué se considera a sí mismo un traidor. Esto, no obstante, me parece, que procuré dejarlo bien claro.
No me preocupé demasiado de delinear la figura de un personaje como Leonidas, aunque sé que esta no ha sido una decisión correcta; porque me parecía lo suficientemente importante como para volverlo a destacar. Con decir que su muerte supuso la leyenda de la heroicidad espartana me pareció bastante, para que el lector sepa con quién se estaba enfrentando Iolaus. Asimismo, Darío El Grande tanto más que un personaje, resultó un recurso válido para resaltar la trascendencia del papel de mi protagonista en la trama otorgándole una dimensión temporal, y una trayectoria clara y creíble, a la hora de enfrentarnos con el otro personaje histórico que revela el punto álgido del drama de Iolaus, Jerjes.
¿Por qué incluí personajes tan destacados en la historia como Darío el Grande y el Rey Leónidas, el espartano, cuyas vidas se han vuelto leyendas?
Con el Rey de Persia Darío, al igual que con Ciro, su aparición en la historia me ayudaba a ubicarla en el espacio y el tiempo, me servían como medio para diagramar a mis personajes principales y la relevancia de sus roles en el drama. Esto es aún más patente cuando aparece Leónidas; y en especial Jerjes, el hijo de Darío. Tiene que pasar el tiempo, y aunque Iolaus ha vivido muchos años en Egipto, un motivo de fuerza mayor lo tiene que apartar de aquellos a quienes ama. Necesitaba a un personaje lo suficientemente grave como para retenerle, y con el que tuviera algún tipo de vínculo, más allá de lo político.
¿Existe algún riesgo de que estos personajes tan fuertes en la memoria histórica, puedan resultar desmembrados en la trama?
La relación que mantiene Iolaus con la joven Medea y su misma situación de esclavo, permanecen como indicios de una historia más profunda; y que incitan en el lector esa simpatía que acoge a este personaje cuando transcurre su tránsito por los pasajes de la muerte. Iolaus padece mucho antes de llegar a conocer a la sacerdotisa de Thot. Esto es preciso para destacar de forma más dramática los contornos de su figura en; situaciones como, su encuentro con el Rey Leonidas y su relación con la vieja Grecia; y el porqué se considera a sí mismo un traidor. Esto, no obstante, me parece, que procuré dejarlo bien claro.
No me preocupé demasiado de delinear la figura de un personaje como Leonidas, aunque sé que esta no ha sido una decisión correcta; porque me parecía lo suficientemente importante como para volverlo a destacar. Con decir que su muerte supuso la leyenda de la heroicidad espartana me pareció bastante, para que el lector sepa con quién se estaba enfrentando Iolaus. Asimismo, Darío El Grande tanto más que un personaje, resultó un recurso válido para resaltar la trascendencia del papel de mi protagonista en la trama otorgándole una dimensión temporal, y una trayectoria clara y creíble, a la hora de enfrentarnos con el otro personaje histórico que revela el punto álgido del drama de Iolaus, Jerjes.
DOS CAPÍTULOS DE LA SACERDOTISA DE THOT.
LA LLEGADA DE LOS PERSAS. (Narrado por Neferure)
Ankesemón (Ahmosé II) tenía tres hijos. Yo era su hija mayor, fruto de su unión con la reina Muk-Nefertari; y mi hermano menor, Sesostris III estaba destinado a suceder a mi padre en el trono de Egipto. Pero la mano de Ra obró por él. Sesostris pereció con tan sólo doce años, debido a una lesión de nacimiento en sus huesos. Así los dioses decidieron que la cabeza de Egipto sería la de otro hombre, hijo del faraón pero con otra mujer: Ami-Maaú, segunda concubina de mi padre. Su hijo era mi medio hermano, Psametiki III, Anjkaenra; el último Faraón de la casa de los Saítas.
El año Siderio, durante la estación de la crecida en el mes de Thot, mi medio hermano se convirtió en el Señor del Alto y Bajo Egipto y el radiante collar de Horus adornó su pecho valeroso. Los hombres de Tebas se postraron a sus pies; desde Abedyu[1] hasta Het-ka-Ptha[2]; desde la cuenca del Amduat[3] hasta los valles de Qeert[4]; cada hombre, niño y bestia besó sus pies dorados y pronunció grandes alabanzas a su nombre; porque su Shai[5] estaba unido al de su Señor, que era Uno con Egipto.
Anjkaenra me hizo su esposa bajo los auspicios de Horus el luminoso. Así pues, yo dejé de ser la Hija del Faraón y me convertí en la Gran esposa Real, la compañera de Horus Dorado aquí en la tierra y en el Más Allá. Isis divina bendijo mi manto para el bien de la tierra sagrada.
Las Dos Tierras quedaron unidas bajo su mando, hasta la hora oscura de la llegada de los invasores.
Entraron por el Este, con los vientos áridos de Seth, que les acompañaba. Así me los mostró Dyehuty[6] en la cúpula áurea del cielo de Anu[7]. Y su voz de Ibis chilló con la bandada que peregrinaba hacia el sur, un nombre nefasto que traería la desdicha a las tierras sagradas de Horus: Cambises.
Los guerreros bárbaros que no conocían el poder de nuestros dioses, habían avanzado por las llanuras del desierto y triunfaron en su hazaña. Atravesaron pues, las aguas del mar que separaba a Egipto de los reinos de Lidia y Babilonia, y se asentaron en nuestras tierras: en Iunet[8] y Sau[9], al otro lado del río.
Anjkaenra solicitó a los dioses la protección de Egipto, pero algo había sucedido que los dioses no le dieron la anhelada respuesta. Mi Señor amado había pasado toda la noche en vela ante el púlpito benemérito de Dyehuty. Repetidas ofrendas y libaciones había presentado ante la Enéada por el Shai de Egipto, pero ningún presente parecía propicio.
Apesadumbrado por la incertidumbre se decidió a la batalla; sabiendo sin embargo, que la suerte no le acompañaba. Armó a su ejército y enfundó sus fuertes brazos con los dorados brazaletes de Neith[10]; se consagró a ella y marchó hacia oriente. Eran sólo doce mil.
La víspera de su partida entré en la sala Hipóstila del shetyt[11], poco antes del amanecer. Vi su regia figura plantada en tierra como un árbol inconmovible. El aura radiante que lo rodeaba despedía ráfagas de luz; pues en aquel preciso instante, su alma estaba ardiendo en llamas.
-Mi querido esposo, -le dije atribulada- ¡no marchéis al combate! Pues los dioses no auguran para vos nada más que la muerte si vas en su busca.
Anjkaenra posó sobre mi rostro sus ojos benevolentes, acarició con su mano templada mis cabellos y luego, musitó:
-Señora de Egipto, ¡mi mejor amiga! Has sido el más grande regalo que los dioses puedan darle a un hombre. Nunca lo olvides, Neferure... siempre te quise.
De haber tenido otra elección, de seguro, mi Señor Anjkaenra hubiese evitado cualquier confrontación; pero los dioses habían puesto en sus manos las riendas de Egipto, porque conocían la infinita nobleza de su alma. Amón, El oculto y Ra poderoso ya sabían, porque para ellos nada era desconocido, que mi Señor jamás habría escapado a su destino.
Pero su marcha no sólo fue poco propicia; constituyó de hecho, el principal incidente que jalonaría en las estaciones sucesivas, la ruina que amenazaba la paz de Egipto.
Doce lunas retuvo Seth al Señor de Egipto tras las márgenes orientales del Duat. Larga y penosa fue la espera.
Así Thot, dios-luna me habló de lo porvenir. Sobre las márgenes del río caudaloso un ave moribunda luchaba por la vida contra el oleaje. Me acerqué hasta la orilla para ver si podía salvarla, pero mis esfuerzos fueron en vano. Era un halcón blanco, un ave magnífica. Cuando la recogí de las aguas el aliento del ba ya la había abandonado. Una parvada de gansos del Nilo voló sobre el cielo de Anu; no eran aves extrañas, sino muy queridas. Mas un milano[12] volaba delante de ellas. Y aquellas la perseguían con saña para destruir a Egipto y su gloria.
Los sacerdotes de Tebas se presentaron aquella noche en Palacio; tras ellos, los soldados del faraón cargaban el cuerpo sin vida de mi Señor. Los Sacerdotes demandaban un heredero; como Anjkaenra no me había dejado hijos, y su cuerpo venía enfundado entre sábanas de hilo, traspasado por la espada del enemigo, los Uab[13] imprecaban contra mí, a pesar de ser la hija legítima de Ankesemón.
Reunimos en asamblea a toda la Enéada y de ese modo, pedir consejo ante el ojo de Horus por el destino de Egipto. La luna –que es Thot- habló ante ellos. Y el Sustentador de toda la Ciencia se reflejó en la figura de la reina que está junto a Horus, con luz imperecedera. Los Uab marcharon cabizbajos, pues aquel augurio no era de su complacencia.
Cuando todos se marcharon preparé el cuerpo de Anjkaenra para los ritos solemnes. Y canté para él con la voz del Ibis Celeste, las Horas del recorrido de la barca mejenty de Ra, y los augurios de su viaje al eterno Amenti.
¡Oh, Aju Iqer![14]
Al igual que un gran Halcón de Oro
Emprendes el vuelo hacia el Cielo
He aquí la Luz deslumbrante
He aquí que realizas tu viaje
Entrarás en la morada de los dioses
Tu alma recorrerá el Más Allá como le plazca.
Doce días tardaron en entrar por los portales del Duat, los vencedores, enemigos de Egipto. Al frente de las gruesas tropas de bárbaros, venía el hombre cuyo Shai estaba guiado por Seth. Cambises entró en Palacio ufano de su victoria. Se presentó ante mi trono junto al de Anjkaenra, y en él tomó asiento, henchido de autocomplacencia. Se solazaba, el infiel, en acariciar con lívida codicia aquel asiento de oro y gemas destinado sólo a los dioses. No fui capaz de demostrarle abiertamente mi desprecio. La encomienda que Dyehuty me había entregado era de suma gravedad, y el enemigo había de sentirse en casa hasta el preciso momento de su caída; que ciertamente, llegaría por obra de los dioses.
En su lengua bárbara se dirigió a mí con excesiva arrogancia.
-Mi nombre es Cambises –dijo, –primogénito del rey Ciro. Tú has de ser sin duda, Neferure, viuda del faraón.
Me observó con minucioso escrúpulo, como si pretendiera memorizar cada detalle de mi persona. Su mirada orgullosa tembló ante mis ojos, sin embargo; pues no podía tolerar el poder de Thot e Isis, a mi diestra y siniestra.
-A partir de ahora, tú y tu pueblo a mí deberán toda cuenta y tributo, y este Palacio será mi reino.
-Egipto es una tierra sagrada y sus dioses no toleran gobiernos extraños –acoté severa. Cambises soltó una carcajada.
-Tus dioses no pudieron evitar la derrota de Anjkaenra. –Hizo una pausa recordando al caído, al enemigo honorable que le había hecho frente en la batalla. –Valiente fue sin duda, tu señor, Neferure. Pero ahora está muerto y con él todos tus dioses.
La tierra tembló por aquellas palabras. ¡Cuán poco sabía aquel hombre del destino que le había tocado en suerte, y del poder infinito de los dioses cuya tierra usurpaba!
El estremecimiento cesó, como un primer aviso para aquel que sufría la enfermedad de la soberbia.
Cambises quería tomarme por esposa. No presentó una solicitud, a la manera de los reyes de Lidia; que en anteriores épocas se aliaron con Egipto, y unieron sus casas a través de sus hijos. Éste hombre desconocía el decoro y la vergüenza. Era una verdadera plaga para Egipto.
Habían pasado siete meses desde que impuso su presencia en Anu y Tebas. Aunque sus habitaciones las había dispuesto en el ala anterior de Palacio, visitaba mis aposentos a cualquier hora del día, sin previo aviso; me observaba, aún cuando paseaba por las márgenes del Duat a entregar mis ofrendas a Dyehuty. Se había convertido en mi sombra. No obstante, su acoso, mantuve una serena contemplación; pues conocía que su día no estaba lejos. Evitaba su trato, así como Isis me había advertido.
Una tarde celebraba los rituales del aceite de las Noches del Nilo, que servían como protección de Isis divina contra la agresión del hombre. Cambises entró en mis aposentos, incitado por los aromas. Sus ojos febriles me miraban con una mezcla de espanto y admiración. No era a mí a quien miraban; era a la divina Isis, que a través de mí realizaba su obra.
Mientras vertía sobre la vasija de barro el aceite virgen previamente preparado, y molía las vainas de vainilla seca, Cambises se detuvo justo a mis espaldas. Sentía su respiración agitada. El aceite hervía en la vasija. Cambises sujetó mis muñecas, haciendo volver mi rostro violentamente. El mazo cayó de mis manos al suelo, derramando toda la vainilla a mis pies. Isis la divina protegía mi virtud.
-¡Mujer diabólica! ¿Qué conjuros y ensalmos malignos estás fraguando en mi contra? –gritaba fuera de sí. De pronto, me soltó. Miraba mis pupilas con el espanto en el semblante; su espíritu se llenó de un pavor inexplicable. –Yo he venido a ti –dijo, –porque eres hermosa, la mujer más hermosa que mis ojos han visto. He podido tenerte por la fuerza, pues soy el dueño de Egipto y ninguno de tus dioses pudo evitarlo. Pero hay en ti un misterio que a la vez, me espanta y me embelesa.
Súbitamente, Cambises se agazapó a mis pies, como ante Isis divina; implorando, con los ojos empañados. -¡Me convertiría en tu esclavo si quisieras! Si tan sólo me aceptaras con tu cuerpo y tu mirada cesara de arrojarme mudas imprecaciones y ese horrible desprecio.
Por vez primera sentí piedad hacia aquel monstruo de arrogancia. Pero casi al instante, recordé a mi Señor Anjkaenra; el hombre que a mis pies se postraba, rendido como un cordero al sacrificio, era el mismo que le había robado su ká. Por él, Anjkaenra, yo dije estas palabras.
-No podrás hallar en mí amor alguno, Cambises, porque tu propia mano empuñó la espada que lo mató.
El hijo de Ciro se levantó torpemente, se fue arrastrando el cuerpo lánguido hacia el portón; miraba el suelo a mis pies y murmuraba palabras que nunca comprendí.
Después de aquella tarde, el príncipe Persa mudó su estancia de Anu a Tebas. Los dioses poseen una cualidad asombrosa para hacer cumplir su voluntad.
Pero con aquella mudanza Egipto no estaba libre aún de la tiranía del invasor. La administración de Cambises resultó, como ya esperaba, un auténtico desastre para la economía de la tierra. Los primeros poblados al este del Duat comenzaron a levantarse y tras ellos, se sucedieron nuevas sublevaciones. Los Uab recurrieron a mi consejo para aplacar la violencia entre los fieles, pero Dyehuty me contuvo. Muchos de ellos habían ayudado al usurpador a destronar a Anjkaenra y no sentían verdadero respeto por Egipto, sólo el temor a ser asaltados los movía a recurrir a mi auxilio.
La turba era incontenible y muy pronto, se sublevaron en Tebas. Cambises tuvo verdaderas dificultades para someterles. Entonces, vio Thot, dios-luna, que era el momento de actuar. Y muy a su pesar, el sátrapa se vio obligado a solicitar mi arbitraje en la contingencia. Regresó a Anu una mañana, muy temprano, y pidió mi audiencia. Su actitud era distinta, parecía más noble de lo que en realidad era. Cuando le recibí frente a mi trono, no osó posar su pie sobre el estrado y su mirada no se levantaba más arriba de mis pies.
-Señora –dijo con aire turbado. Quizá comenzaba a comprender que su liderazgo era efímero. –Os ruego que intercedáis en esta contienda. Vuestros súbditos se han sublevado y es necesario recobrar la paz de Egipto.
Su tono era sincero y su actitud humilde, todo ello muestra de la mano de Amón que le había puesto a prueba.
Me levanté del trono y ordené a mi guardia real que preparara el carruaje. Por la tarde envié emisarios a Tebas y los hombres de Egipto supieron que la reina había salido de su cautiverio. Me vieron todos desfilar por la avenida de los reyes y a todos ellos, reunidos ante el templo dorado de Karnak, les di la palabra divina de Dyehuty.
-Hombres de la tierra sagrada. Nuevos tiempos han llegado para Egipto. Los que entraron en lugar de Horus no os despojarán jamás de vuestro lugar merecido junto a los dioses. Pero aquí, en el valle del generoso Nilo, hemos de continuar nuestra existencia. Los regentes se abrirán a vuestras demandas. Pero para que la palabra se cumpla, el campesino ha de volver al campo y el mercader a su tienda.
La palabra de Dyehuty llegó lejos, a uno y otro extremo del Alto y Bajo Egipto. Y, por algún tiempo, pudo contener a los hombres; que sin la intervención de los dioses, son como barcas indefensas a merced de los vientos.
Tiempo después, así como Thot me lo había mostrado sobre las tenues estelas del Duat, Cambises hubo de partir de Egipto. El rey persa, Ciro el grande, había muerto; y su primogénito, apremiado por la dolorosa pérdida y las distintas sublevaciones que se extendieron tras la muerte del rey, decidió abandonar Tebas al mandato de uno de sus oficiales. Pero estaba claro que Seth no le acompañaría en su viaje. En el camino, Cambises encontró la muerte; del mismo modo en que él se la había servido a sus enemigos. No hubo para él funerales solemnes. Los dioses extirparon de ese modo el mal que carcomía las entrañas de la tierra sagrada.
El pueblo de Egipto no toleraría más a lo invasores. Mis fieles soldados, así como los sacerdotes de Thot y Amón que controlaban a la masa en Tebas, fraguaron una estrategia para echar a los últimos comandos asentados en Egipto. Nadie reconocía su autoridad en todo el valle del Nilo. Anjkaenra hizo valer su mandato como hijo verdadero de Horus en mí, su devota sierva, Neferure.
Fue entonces cuando, una vez más, Thot me envió sus mensajes a través del cielo. Un ave de reluciente plumaje surcaba las planicies de Anu; venía volando desde el norte, y parecía que disfrutaba del aroma del trigo que subía desde los campos de Uaset[15]. Y en su vuelo, el ave, que era un fénix, me daba el presagio. Exhausto de la travesía, el hermoso pájaro de dorado plumaje posó sus patas en tierra sagrada; reclinó el cuello sobre la orilla y bebió del Duat con júbilo; regaló al viento su canto de armonía, pues estaba satisfecha. Entonces, saciada la sed que le atribulaba por el largo viaje, el fénix, sobre las ramas de un olivo, comenzó la labor de su morada.
EL NIÑO TIRANO. (Narrado por Iolaus)
En el espejo refulgente de los sueños vi su rostro austero y su talante de conquistador. Él venía a mí, pues no tenía más opción. Dormitaba en mi cueva cuando una extraña conmoción me despertó.
-¡Iolaus! Iolaus de Corinto, ¡acude, por merced!
Salí de mi refugio en la roca; el sol no había despuntado aún su cálida faz en el céfiro. El rostro del gran conquistador estaba frente a mí, agonizante de pena. No esperé pues, a que me la contara y le acompañé en el camino de vuelta a Tebas.
Una vez en Palacio, los soldados me llevaron junto al niño moribundo. Al verlo, mi corazón ardió de compasión; ¡era tan hermoso y lozano! , una alentadora promesa para el padre. Estreché aquella mano pequeña, atenazada por el frío de la muerte; ella y yo ya nos conocíamos y nos saludamos gratamente.
Le dije, con suavidad: -Vieja amiga, aquí estoy. Dime ¿por qué quieres llevarte en tu manto de tinieblas a este niño inocente?
Y ella, sonriendo como una gran dama, me respondió: -Éste no es un inocente, mi querido Iolaus. Este niño, cuya mano estrechas ahora y por cuyo dolor te compadeces tanto como su propio padre, algún día será un horrible tirano.
Acaricié la frente del niño y volví a decir en mi corazón a la vieja Muerte. -¡Señora! , si por tu mano quieres enderezar los destinos de los hombres, ¿no me permitirías, en tu vasta comprensión, hacerme cargo de la vida de éste? Y así corregir lo que está inacabado.
Ella meditó pausada mi requerimiento. No quería la gran maestra soltarle, pues le gustaba la tierna mocedad del hijo del poderoso. Pero al fin, respondió complaciente. -¡Te la daré, así como me la has pedido, mi buen Iolaus! Pero ten en cuenta que él quedará enteramente a tu encargo. –Y tornando su lívido rostro en turbia faz, lanzó una solemne advertencia-. Espero en verdad, que a partir de este momento no tengas que lamentarlo.
Pasó el padre la noche completamente en vela. Y el silencio corrió como una cortina entre nosotros. Agazapado a los pies de su hijo, el gran conquistador vio renacer la luz en sus pupilas. El alba había aparecido sobre las márgenes del río de la Vida.
Llorando inconsolable besó la frente del niño que le sonreía ahora, libre de su mal. Y murmuraba para el pequeño palabras en su lengua extranjera. De improviso, el rey aqueménida volvió los ojos bañados en gratitud hacia mí. En silencio se hincó en el suelo de rodillas y besó mi manto. Y me ofreció riquezas que no pude aceptar.
-¿Qué puedo darte –exclamó emocionado- para pagar tan grande favor?
-Nada necesito, gran Señor –respondí. –Pero si algo quieres ofrecerme a cambio, te pido entonces, la custodia de tu hijo, hacerme cargo de su educación sería para mí el más alto pago.
Darío sonrió satisfecho y exclamó con júbilo: -¡Mi hijo no podría encontrar mejor ayo!
Me dediqué en pleno a la educación de Jerjes. Era un muchacho robusto e impaciente, un hábil cazador. Pero mi tarea no sería fácil, consistiría en sembrar en su corazón inquieto el auténtico amor a la verdad.
Pronto, los nobles “parsas” quisieron enviarme a sus hijos por consejo de Darío. Y así nació una escuela. Darío había dispuesto la cede en Tebas; y mi tiempo se vio consumido en aquella magna labor, aunque mi corazón lamentaba una ausencia. Solía asomarme a las márgenes orientales del río y posaba allí mi mirada lánguida, en dirección a Heliópolis. ¡Qué extraña sensación revivía en mi alma al pensar en aquélla que me había devuelto la razón de vivir!
[1] Abydos
[2] Memphis
[3] El Nilo
[4] Elefantina
[5] El Destino
[6] El dios Thot
[7] Heliópolis
[8] Tentiris
[9] Sais
[10] Diosa egipcia de la guerra.
[11] El templo.
[12] El milano es el ave sagrada de Isis.
[13] Los Puros, así se llamaba en Egipto a los sacerdotes de Amón.
[14] Espíritu radiante, equipado para el viaje de la muerte.
[15] Hermontis.
LA LLEGADA DE LOS PERSAS. (Narrado por Neferure)
Ankesemón (Ahmosé II) tenía tres hijos. Yo era su hija mayor, fruto de su unión con la reina Muk-Nefertari; y mi hermano menor, Sesostris III estaba destinado a suceder a mi padre en el trono de Egipto. Pero la mano de Ra obró por él. Sesostris pereció con tan sólo doce años, debido a una lesión de nacimiento en sus huesos. Así los dioses decidieron que la cabeza de Egipto sería la de otro hombre, hijo del faraón pero con otra mujer: Ami-Maaú, segunda concubina de mi padre. Su hijo era mi medio hermano, Psametiki III, Anjkaenra; el último Faraón de la casa de los Saítas.
El año Siderio, durante la estación de la crecida en el mes de Thot, mi medio hermano se convirtió en el Señor del Alto y Bajo Egipto y el radiante collar de Horus adornó su pecho valeroso. Los hombres de Tebas se postraron a sus pies; desde Abedyu[1] hasta Het-ka-Ptha[2]; desde la cuenca del Amduat[3] hasta los valles de Qeert[4]; cada hombre, niño y bestia besó sus pies dorados y pronunció grandes alabanzas a su nombre; porque su Shai[5] estaba unido al de su Señor, que era Uno con Egipto.
Anjkaenra me hizo su esposa bajo los auspicios de Horus el luminoso. Así pues, yo dejé de ser la Hija del Faraón y me convertí en la Gran esposa Real, la compañera de Horus Dorado aquí en la tierra y en el Más Allá. Isis divina bendijo mi manto para el bien de la tierra sagrada.
Las Dos Tierras quedaron unidas bajo su mando, hasta la hora oscura de la llegada de los invasores.
Entraron por el Este, con los vientos áridos de Seth, que les acompañaba. Así me los mostró Dyehuty[6] en la cúpula áurea del cielo de Anu[7]. Y su voz de Ibis chilló con la bandada que peregrinaba hacia el sur, un nombre nefasto que traería la desdicha a las tierras sagradas de Horus: Cambises.
Los guerreros bárbaros que no conocían el poder de nuestros dioses, habían avanzado por las llanuras del desierto y triunfaron en su hazaña. Atravesaron pues, las aguas del mar que separaba a Egipto de los reinos de Lidia y Babilonia, y se asentaron en nuestras tierras: en Iunet[8] y Sau[9], al otro lado del río.
Anjkaenra solicitó a los dioses la protección de Egipto, pero algo había sucedido que los dioses no le dieron la anhelada respuesta. Mi Señor amado había pasado toda la noche en vela ante el púlpito benemérito de Dyehuty. Repetidas ofrendas y libaciones había presentado ante la Enéada por el Shai de Egipto, pero ningún presente parecía propicio.
Apesadumbrado por la incertidumbre se decidió a la batalla; sabiendo sin embargo, que la suerte no le acompañaba. Armó a su ejército y enfundó sus fuertes brazos con los dorados brazaletes de Neith[10]; se consagró a ella y marchó hacia oriente. Eran sólo doce mil.
La víspera de su partida entré en la sala Hipóstila del shetyt[11], poco antes del amanecer. Vi su regia figura plantada en tierra como un árbol inconmovible. El aura radiante que lo rodeaba despedía ráfagas de luz; pues en aquel preciso instante, su alma estaba ardiendo en llamas.
-Mi querido esposo, -le dije atribulada- ¡no marchéis al combate! Pues los dioses no auguran para vos nada más que la muerte si vas en su busca.
Anjkaenra posó sobre mi rostro sus ojos benevolentes, acarició con su mano templada mis cabellos y luego, musitó:
-Señora de Egipto, ¡mi mejor amiga! Has sido el más grande regalo que los dioses puedan darle a un hombre. Nunca lo olvides, Neferure... siempre te quise.
De haber tenido otra elección, de seguro, mi Señor Anjkaenra hubiese evitado cualquier confrontación; pero los dioses habían puesto en sus manos las riendas de Egipto, porque conocían la infinita nobleza de su alma. Amón, El oculto y Ra poderoso ya sabían, porque para ellos nada era desconocido, que mi Señor jamás habría escapado a su destino.
Pero su marcha no sólo fue poco propicia; constituyó de hecho, el principal incidente que jalonaría en las estaciones sucesivas, la ruina que amenazaba la paz de Egipto.
Doce lunas retuvo Seth al Señor de Egipto tras las márgenes orientales del Duat. Larga y penosa fue la espera.
Así Thot, dios-luna me habló de lo porvenir. Sobre las márgenes del río caudaloso un ave moribunda luchaba por la vida contra el oleaje. Me acerqué hasta la orilla para ver si podía salvarla, pero mis esfuerzos fueron en vano. Era un halcón blanco, un ave magnífica. Cuando la recogí de las aguas el aliento del ba ya la había abandonado. Una parvada de gansos del Nilo voló sobre el cielo de Anu; no eran aves extrañas, sino muy queridas. Mas un milano[12] volaba delante de ellas. Y aquellas la perseguían con saña para destruir a Egipto y su gloria.
Los sacerdotes de Tebas se presentaron aquella noche en Palacio; tras ellos, los soldados del faraón cargaban el cuerpo sin vida de mi Señor. Los Sacerdotes demandaban un heredero; como Anjkaenra no me había dejado hijos, y su cuerpo venía enfundado entre sábanas de hilo, traspasado por la espada del enemigo, los Uab[13] imprecaban contra mí, a pesar de ser la hija legítima de Ankesemón.
Reunimos en asamblea a toda la Enéada y de ese modo, pedir consejo ante el ojo de Horus por el destino de Egipto. La luna –que es Thot- habló ante ellos. Y el Sustentador de toda la Ciencia se reflejó en la figura de la reina que está junto a Horus, con luz imperecedera. Los Uab marcharon cabizbajos, pues aquel augurio no era de su complacencia.
Cuando todos se marcharon preparé el cuerpo de Anjkaenra para los ritos solemnes. Y canté para él con la voz del Ibis Celeste, las Horas del recorrido de la barca mejenty de Ra, y los augurios de su viaje al eterno Amenti.
¡Oh, Aju Iqer![14]
Al igual que un gran Halcón de Oro
Emprendes el vuelo hacia el Cielo
He aquí la Luz deslumbrante
He aquí que realizas tu viaje
Entrarás en la morada de los dioses
Tu alma recorrerá el Más Allá como le plazca.
Doce días tardaron en entrar por los portales del Duat, los vencedores, enemigos de Egipto. Al frente de las gruesas tropas de bárbaros, venía el hombre cuyo Shai estaba guiado por Seth. Cambises entró en Palacio ufano de su victoria. Se presentó ante mi trono junto al de Anjkaenra, y en él tomó asiento, henchido de autocomplacencia. Se solazaba, el infiel, en acariciar con lívida codicia aquel asiento de oro y gemas destinado sólo a los dioses. No fui capaz de demostrarle abiertamente mi desprecio. La encomienda que Dyehuty me había entregado era de suma gravedad, y el enemigo había de sentirse en casa hasta el preciso momento de su caída; que ciertamente, llegaría por obra de los dioses.
En su lengua bárbara se dirigió a mí con excesiva arrogancia.
-Mi nombre es Cambises –dijo, –primogénito del rey Ciro. Tú has de ser sin duda, Neferure, viuda del faraón.
Me observó con minucioso escrúpulo, como si pretendiera memorizar cada detalle de mi persona. Su mirada orgullosa tembló ante mis ojos, sin embargo; pues no podía tolerar el poder de Thot e Isis, a mi diestra y siniestra.
-A partir de ahora, tú y tu pueblo a mí deberán toda cuenta y tributo, y este Palacio será mi reino.
-Egipto es una tierra sagrada y sus dioses no toleran gobiernos extraños –acoté severa. Cambises soltó una carcajada.
-Tus dioses no pudieron evitar la derrota de Anjkaenra. –Hizo una pausa recordando al caído, al enemigo honorable que le había hecho frente en la batalla. –Valiente fue sin duda, tu señor, Neferure. Pero ahora está muerto y con él todos tus dioses.
La tierra tembló por aquellas palabras. ¡Cuán poco sabía aquel hombre del destino que le había tocado en suerte, y del poder infinito de los dioses cuya tierra usurpaba!
El estremecimiento cesó, como un primer aviso para aquel que sufría la enfermedad de la soberbia.
Cambises quería tomarme por esposa. No presentó una solicitud, a la manera de los reyes de Lidia; que en anteriores épocas se aliaron con Egipto, y unieron sus casas a través de sus hijos. Éste hombre desconocía el decoro y la vergüenza. Era una verdadera plaga para Egipto.
Habían pasado siete meses desde que impuso su presencia en Anu y Tebas. Aunque sus habitaciones las había dispuesto en el ala anterior de Palacio, visitaba mis aposentos a cualquier hora del día, sin previo aviso; me observaba, aún cuando paseaba por las márgenes del Duat a entregar mis ofrendas a Dyehuty. Se había convertido en mi sombra. No obstante, su acoso, mantuve una serena contemplación; pues conocía que su día no estaba lejos. Evitaba su trato, así como Isis me había advertido.
Una tarde celebraba los rituales del aceite de las Noches del Nilo, que servían como protección de Isis divina contra la agresión del hombre. Cambises entró en mis aposentos, incitado por los aromas. Sus ojos febriles me miraban con una mezcla de espanto y admiración. No era a mí a quien miraban; era a la divina Isis, que a través de mí realizaba su obra.
Mientras vertía sobre la vasija de barro el aceite virgen previamente preparado, y molía las vainas de vainilla seca, Cambises se detuvo justo a mis espaldas. Sentía su respiración agitada. El aceite hervía en la vasija. Cambises sujetó mis muñecas, haciendo volver mi rostro violentamente. El mazo cayó de mis manos al suelo, derramando toda la vainilla a mis pies. Isis la divina protegía mi virtud.
-¡Mujer diabólica! ¿Qué conjuros y ensalmos malignos estás fraguando en mi contra? –gritaba fuera de sí. De pronto, me soltó. Miraba mis pupilas con el espanto en el semblante; su espíritu se llenó de un pavor inexplicable. –Yo he venido a ti –dijo, –porque eres hermosa, la mujer más hermosa que mis ojos han visto. He podido tenerte por la fuerza, pues soy el dueño de Egipto y ninguno de tus dioses pudo evitarlo. Pero hay en ti un misterio que a la vez, me espanta y me embelesa.
Súbitamente, Cambises se agazapó a mis pies, como ante Isis divina; implorando, con los ojos empañados. -¡Me convertiría en tu esclavo si quisieras! Si tan sólo me aceptaras con tu cuerpo y tu mirada cesara de arrojarme mudas imprecaciones y ese horrible desprecio.
Por vez primera sentí piedad hacia aquel monstruo de arrogancia. Pero casi al instante, recordé a mi Señor Anjkaenra; el hombre que a mis pies se postraba, rendido como un cordero al sacrificio, era el mismo que le había robado su ká. Por él, Anjkaenra, yo dije estas palabras.
-No podrás hallar en mí amor alguno, Cambises, porque tu propia mano empuñó la espada que lo mató.
El hijo de Ciro se levantó torpemente, se fue arrastrando el cuerpo lánguido hacia el portón; miraba el suelo a mis pies y murmuraba palabras que nunca comprendí.
Después de aquella tarde, el príncipe Persa mudó su estancia de Anu a Tebas. Los dioses poseen una cualidad asombrosa para hacer cumplir su voluntad.
Pero con aquella mudanza Egipto no estaba libre aún de la tiranía del invasor. La administración de Cambises resultó, como ya esperaba, un auténtico desastre para la economía de la tierra. Los primeros poblados al este del Duat comenzaron a levantarse y tras ellos, se sucedieron nuevas sublevaciones. Los Uab recurrieron a mi consejo para aplacar la violencia entre los fieles, pero Dyehuty me contuvo. Muchos de ellos habían ayudado al usurpador a destronar a Anjkaenra y no sentían verdadero respeto por Egipto, sólo el temor a ser asaltados los movía a recurrir a mi auxilio.
La turba era incontenible y muy pronto, se sublevaron en Tebas. Cambises tuvo verdaderas dificultades para someterles. Entonces, vio Thot, dios-luna, que era el momento de actuar. Y muy a su pesar, el sátrapa se vio obligado a solicitar mi arbitraje en la contingencia. Regresó a Anu una mañana, muy temprano, y pidió mi audiencia. Su actitud era distinta, parecía más noble de lo que en realidad era. Cuando le recibí frente a mi trono, no osó posar su pie sobre el estrado y su mirada no se levantaba más arriba de mis pies.
-Señora –dijo con aire turbado. Quizá comenzaba a comprender que su liderazgo era efímero. –Os ruego que intercedáis en esta contienda. Vuestros súbditos se han sublevado y es necesario recobrar la paz de Egipto.
Su tono era sincero y su actitud humilde, todo ello muestra de la mano de Amón que le había puesto a prueba.
Me levanté del trono y ordené a mi guardia real que preparara el carruaje. Por la tarde envié emisarios a Tebas y los hombres de Egipto supieron que la reina había salido de su cautiverio. Me vieron todos desfilar por la avenida de los reyes y a todos ellos, reunidos ante el templo dorado de Karnak, les di la palabra divina de Dyehuty.
-Hombres de la tierra sagrada. Nuevos tiempos han llegado para Egipto. Los que entraron en lugar de Horus no os despojarán jamás de vuestro lugar merecido junto a los dioses. Pero aquí, en el valle del generoso Nilo, hemos de continuar nuestra existencia. Los regentes se abrirán a vuestras demandas. Pero para que la palabra se cumpla, el campesino ha de volver al campo y el mercader a su tienda.
La palabra de Dyehuty llegó lejos, a uno y otro extremo del Alto y Bajo Egipto. Y, por algún tiempo, pudo contener a los hombres; que sin la intervención de los dioses, son como barcas indefensas a merced de los vientos.
Tiempo después, así como Thot me lo había mostrado sobre las tenues estelas del Duat, Cambises hubo de partir de Egipto. El rey persa, Ciro el grande, había muerto; y su primogénito, apremiado por la dolorosa pérdida y las distintas sublevaciones que se extendieron tras la muerte del rey, decidió abandonar Tebas al mandato de uno de sus oficiales. Pero estaba claro que Seth no le acompañaría en su viaje. En el camino, Cambises encontró la muerte; del mismo modo en que él se la había servido a sus enemigos. No hubo para él funerales solemnes. Los dioses extirparon de ese modo el mal que carcomía las entrañas de la tierra sagrada.
El pueblo de Egipto no toleraría más a lo invasores. Mis fieles soldados, así como los sacerdotes de Thot y Amón que controlaban a la masa en Tebas, fraguaron una estrategia para echar a los últimos comandos asentados en Egipto. Nadie reconocía su autoridad en todo el valle del Nilo. Anjkaenra hizo valer su mandato como hijo verdadero de Horus en mí, su devota sierva, Neferure.
Fue entonces cuando, una vez más, Thot me envió sus mensajes a través del cielo. Un ave de reluciente plumaje surcaba las planicies de Anu; venía volando desde el norte, y parecía que disfrutaba del aroma del trigo que subía desde los campos de Uaset[15]. Y en su vuelo, el ave, que era un fénix, me daba el presagio. Exhausto de la travesía, el hermoso pájaro de dorado plumaje posó sus patas en tierra sagrada; reclinó el cuello sobre la orilla y bebió del Duat con júbilo; regaló al viento su canto de armonía, pues estaba satisfecha. Entonces, saciada la sed que le atribulaba por el largo viaje, el fénix, sobre las ramas de un olivo, comenzó la labor de su morada.
EL NIÑO TIRANO. (Narrado por Iolaus)
En el espejo refulgente de los sueños vi su rostro austero y su talante de conquistador. Él venía a mí, pues no tenía más opción. Dormitaba en mi cueva cuando una extraña conmoción me despertó.
-¡Iolaus! Iolaus de Corinto, ¡acude, por merced!
Salí de mi refugio en la roca; el sol no había despuntado aún su cálida faz en el céfiro. El rostro del gran conquistador estaba frente a mí, agonizante de pena. No esperé pues, a que me la contara y le acompañé en el camino de vuelta a Tebas.
Una vez en Palacio, los soldados me llevaron junto al niño moribundo. Al verlo, mi corazón ardió de compasión; ¡era tan hermoso y lozano! , una alentadora promesa para el padre. Estreché aquella mano pequeña, atenazada por el frío de la muerte; ella y yo ya nos conocíamos y nos saludamos gratamente.
Le dije, con suavidad: -Vieja amiga, aquí estoy. Dime ¿por qué quieres llevarte en tu manto de tinieblas a este niño inocente?
Y ella, sonriendo como una gran dama, me respondió: -Éste no es un inocente, mi querido Iolaus. Este niño, cuya mano estrechas ahora y por cuyo dolor te compadeces tanto como su propio padre, algún día será un horrible tirano.
Acaricié la frente del niño y volví a decir en mi corazón a la vieja Muerte. -¡Señora! , si por tu mano quieres enderezar los destinos de los hombres, ¿no me permitirías, en tu vasta comprensión, hacerme cargo de la vida de éste? Y así corregir lo que está inacabado.
Ella meditó pausada mi requerimiento. No quería la gran maestra soltarle, pues le gustaba la tierna mocedad del hijo del poderoso. Pero al fin, respondió complaciente. -¡Te la daré, así como me la has pedido, mi buen Iolaus! Pero ten en cuenta que él quedará enteramente a tu encargo. –Y tornando su lívido rostro en turbia faz, lanzó una solemne advertencia-. Espero en verdad, que a partir de este momento no tengas que lamentarlo.
Pasó el padre la noche completamente en vela. Y el silencio corrió como una cortina entre nosotros. Agazapado a los pies de su hijo, el gran conquistador vio renacer la luz en sus pupilas. El alba había aparecido sobre las márgenes del río de la Vida.
Llorando inconsolable besó la frente del niño que le sonreía ahora, libre de su mal. Y murmuraba para el pequeño palabras en su lengua extranjera. De improviso, el rey aqueménida volvió los ojos bañados en gratitud hacia mí. En silencio se hincó en el suelo de rodillas y besó mi manto. Y me ofreció riquezas que no pude aceptar.
-¿Qué puedo darte –exclamó emocionado- para pagar tan grande favor?
-Nada necesito, gran Señor –respondí. –Pero si algo quieres ofrecerme a cambio, te pido entonces, la custodia de tu hijo, hacerme cargo de su educación sería para mí el más alto pago.
Darío sonrió satisfecho y exclamó con júbilo: -¡Mi hijo no podría encontrar mejor ayo!
Me dediqué en pleno a la educación de Jerjes. Era un muchacho robusto e impaciente, un hábil cazador. Pero mi tarea no sería fácil, consistiría en sembrar en su corazón inquieto el auténtico amor a la verdad.
Pronto, los nobles “parsas” quisieron enviarme a sus hijos por consejo de Darío. Y así nació una escuela. Darío había dispuesto la cede en Tebas; y mi tiempo se vio consumido en aquella magna labor, aunque mi corazón lamentaba una ausencia. Solía asomarme a las márgenes orientales del río y posaba allí mi mirada lánguida, en dirección a Heliópolis. ¡Qué extraña sensación revivía en mi alma al pensar en aquélla que me había devuelto la razón de vivir!
[1] Abydos
[2] Memphis
[3] El Nilo
[4] Elefantina
[5] El Destino
[6] El dios Thot
[7] Heliópolis
[8] Tentiris
[9] Sais
[10] Diosa egipcia de la guerra.
[11] El templo.
[12] El milano es el ave sagrada de Isis.
[13] Los Puros, así se llamaba en Egipto a los sacerdotes de Amón.
[14] Espíritu radiante, equipado para el viaje de la muerte.
[15] Hermontis.
Imagen del templo místico de Abú Simbel, cortesía de autor desconocido.
domingo, septiembre 21, 2008
Crítica de la Cultura. Análisis sintético del Libro La Antropología como crítica cultural de G. Marcus y M. Fischer
Tras una lectura concienzuda del texto en referencia, me dediqué a la elaboración de un ensayo sinóptico que a continuación remito.
El presente ensayo se ha formulado en torno a una reflexión crucial, relativa a la polémica acerca del papel que juegan las ciencias sociales en la descripción de las realidades culturales. Dicha polémica ha puesto de relieve una marcada insuficiencia con respecto de los recursos de los que disponen estas disciplinas, debido en gran medida, a un cambio de orden mundial promovido por los imparables procesos de la globalización. En esta tesitura, los autores exploran y analizan en distintas obras y antropólogos, el desarrollo, el alcance y las implicaciones del método etnográfico, en la difícil tarea de encontrar modelos aptos de representación para las nuevas realidades cambiantes de las distintas culturas enfrentadas a esta transformación global.
La diversidad cultural y una visión crítica de nuestros propios modelos culturales eran las bases de la antropología del siglo XX. Una controversia suscitada por la aparición de dos autores y sus textos, puso en cuestión los métodos de la antropología y atacó directamente la retórica de los investigadores occidentales, la perspectiva sesgada del investigador que impide las distintas interpretaciones de lo otro cultural; y desacreditaron denodadamente, la autoridad de sus postulados científicos frente a la opinión pública. Los autores son Edward Said y su libro Orientalism, y Margaret Mead and Samoa, del antropólogo australiano Derek Freeman.
La tarea que los autores se han propuesto en el presente libro, versa sobre las posibilidades metodológicas de la antropología en la elaboración de una autocrítica satisfactoria de los modelos culturales de occidente, frente a la observación atenta y descriptiva de las otras culturas. Describen la actual crisis de representación, que cuestiona las ideas del positivismo hegemónico y el estilo en que éstas se han presentado. Hablan de una “crisis de las narrativas”, que desplaza la autoridad de las visiones totalizantes; de las limitaciones de las propuestas tradicionales y proponen a partir del método etnográfico, medios alternativos del discurso que proyecten una nueva comprensión sobre las realidades culturales. Los autores realizan un balance histórico desde los años 20 y 30 del siglo XX, cuando los modelos del evolucionismo, el marxismo y socialismo dejaron en evidencia su incapacidad para representar una realidad social holística; y la época de posguerra, cuando ese cuestionamiento cobra fuerza y plantea debates teóricos acerca de los problemas de la interpretación y sus métodos de descripción. La perspectiva parsoniana, con su visión funcionalista, pierde su influencia a partir de los años 60, y todas éstas se convierten en meras alternativas teóricas, que apoyan o son desechadas en las reflexiones críticas sociales.
Muestran el papel relevante de la etnografía, desde su establecimiento en los textos realistas de Malinowski, hasta la aparición de la antropología comprensiva. Destacan las diversas aportaciones de modelos de representación de la etnografía experimental contemporánea, en textos centrados en nociones como persona, que ponen de manifiesto niveles más elementales de distinción de la diversidad cultural. Ejemplifican la aportación que ha supuesto la tradición económico-política e histórica para la antropología; los modos en que diversos investigadores han abordado la experimentación de una retórica que permita encuadrar las culturas locales en el contexto de los macrosistemas desde perspectivas plurales, señalando sus distintas posibilidades y dificultades; la innegable influencia de las macroeconomías como el llamado “sistema mundial” en las comunidades locales; y cómo interfieren sus mecanismos sociales y políticos en beneficio o en perjuicio de los distintos grupos. La brecha entre la observación del momento presente durante el trabajo de campo y los modos, sutilmente condicionados por las convenciones tradicionales de la concepción del tiempo en occidente, en que los antropólogos han descrito a sus sujetos, les han negado a estos su propia contemporaneidad y conciencia histórica. Algunos experimentos etnográficos intentan deconstruir las viejas preconcepciones sobre los llamados “pueblos sin historia”. Son textos etnohistóricos que confrontan la memoria histórica de dichos pueblos, en un sentido temporal adyacente, con la memoria histórica contada por occidente.
Los autores realizan un sondeo del desarrollo de la crítica cultural, desde los primeros teóricos del siglo XIX, Marx, Freud, Nietzsche, sus textos críticos de las sociedades industriales europeas y las economías capitalistas; el período de entreguerras 1920 y 1930, y finales de los años 60, hasta nuestra época. Las nuevas formas de crítica cultural orientadas hacia la llamada “repatriación”, encuentran en los nuevos experimentos etnográficos un renovado estímulo. Los dos estilos vigentes en los primeros trabajos de crítica cultural, fusionados en el siglo XX encuentran una fuerte representación en la primera Escuela de Francfort, con representantes como Adorno, Marcusse y Walter Benjamin, que aportaron un nuevo paradigma de investigación, y un estilo de desmitificación y denuncia de la manipulación de los procesos políticos y económicos en Europa occidental. Se destaca la aportación del surrealismo francés, subversivo y relativista; la crítica documental en Estados Unidos, surgida en una sociedad desconfiada de los políticos y la manipulación de la información. Fue la época de la Gran Depresión económica, sensibilizada al realismo documental, y en la cual la crítica cultural antropológica tuvo sus máximos exponentes en los proyectos artísticos de WPA y la escuela etnográfica de Chicago. Se hace notar la aportación crítica de los discípulos de Franz Boas, como Margaret Mead, quien desarrolló el método de la yuxtaposición de patrones foráneos como crítica de las pautas de su propia cultura.
El desarrollo del método comparativo en la crítica cultural cumple un papel importante en la desmitificación de supuestos teológicos y posturas racistas, el reconocimiento a la pluralidad de perspectivas y el tono irónico que legó a la crítica del siglo XX. Los autores advierten sobre la preocupante persistencia de la idea de superioridad de la sociedad occidental frente al otro cultural, como herencia del pensamiento evolucionista y raíz de la antropología contemporánea. La crítica cultural desarrollada en Estados Unidos de estilo relativista, como denominador común de una sociedad de inmigrantes, y la crítica en Gran Bretaña, con el racionalismo como núcleo de una sociedad con tendencia clasista. Los etnógrafos ingleses, como Malinowski y Evans-Pritchard, cuestionaron esa racionalidad etnocéntrica, y demostraron su carácter relativo frente a otros modos de ordenación de lo social y elaboraron una etnografía liberal. La década de los años 60 planteó cuestiones de crítica cultural sobre temas más radicales, como los sistemas de poder y las relaciones de dependencia económica entre los países del Tercer Mundo y las sociedades poderosas.
La idea general de que la antropología actual está perdiendo su razón de ser, por una rápida desaparición de las culturas exóticas y la pérdida del interés en lo primitivo, motivada por una conciencia general de los grandes cambios que se están produciendo a nivel mundial, obligan a la antropología a revaluar y fomentar alternativas a su función crítica. Otros debates han sustituido la relevancia de lo exótico; como el discurso feminista o las diferencias entre blancos y negros. En todo caso, las perspectivas interculturales todavía pueden aportar material para un contraste comparativo, dado que las recientes etnografías experimentales demuestran que la desaparición de lo exótico no ha llegado a niveles en los que desaparezcan también, las diferencias culturales.
La lectura de este texto me ha sugerido una pregunta, que me parece inevitable, ¿hasta qué punto la globalización es un proceso natural y sostenible, capaz de transformar los modelos culturales en un modelo único? Me trae a la memoria, ciertas palabras del escritor inglés Aldous Huxley, en su libro Una nueva visita a Un Mundo Feliz, que me permito citar: “... Estos millones de personas anormalmente normales, que viven sin quejarse en una sociedad a la que, si fueran seres humanos cabales, no deberían estar adaptados, todavía acarician la ilusión de la individualidad; pero de hecho, han quedado en gran medida desindividualizadas. Su conformidad está derivando hacia algo que se parece a la uniformidad. Pero uniformidad y libertad son incompatibles. Uniformidad y salud mental son incompatibles. El hombre no está hecho para ser un autómata. Y si se convierte en tal, la base de la salud mental queda destruida”.
domingo, enero 27, 2008
EL SUEÑO DE LUCÍA
I
Violeta
Violeta
Él fue muy amable aquella noche y me dijo. “Quiero entrar allí”, esa era la habitación de Lucía, allí dormía ella esa noche. Y él quería entrar allí y así dijo, como si me pidiera permiso, pero sin pedirlo, anunciando para que quedaran claras sus intenciones, que no tenía la menor intención de reprimir.
Acabábamos de hacer el amor, todo estaba revuelto por el suelo, sus ropas y las mías; y el recuerdo de sus manos acariciando mi cuerpo estaba aún caliente sobre mi piel. Pero él dijo: “Yo quiero entrar allí”, tan resuelto y tan sencillo, como si me estuviera diciendo: “voy a tomar agua” o “voy al baño”.
No supe qué contestar, ¿qué se contesta ante eso? Pero él no me miraba, miraba aquella puerta blanca y cerrada que parecía invitarle a cruzarla; y él quería cruzarla, quería traspasar el umbral, lo deseaba; tal vez hasta lo soñaba.
No supe qué contestar, ¿qué se contesta ante eso? Pero él no me miraba, miraba aquella puerta blanca y cerrada que parecía invitarle a cruzarla; y él quería cruzarla, quería traspasar el umbral, lo deseaba; tal vez hasta lo soñaba.
Siempre le decía a Lucía todo, como si ella fuera el hada de sus sueños; pero por las noches el cuerpo que buscaba era el mío. Esa noche no. Esa noche tal vez fue la noche en que se cansó de mi cuerpo y entonces, se atrevió a desear el de Lucía. Dijo “voy a entrar”, como si fuera un reto. A veces pienso que Lucía era un reto para él; era tan delicada, tan inconquistable, casi creo que la miraba como si estuviese en las alturas del Olimpo; y que soñaba con ella, con acariciar su cuerpo cuando estaba con el mío. Pero esto era demasiado terrible para decirlo. Y él entró. Traspasó el umbral de aquella puerta rompiéndome el sueño, ese sueño en el que sólo yo había creído. Pero no quería verlo, no quería ver que él ya no estaba allí conmigo, sino dentro.
La puerta se quedó entreabierta, pero él ya estaba allí, y lo vi. Recorrió todo la estancia como si estuviera en un jardín, y Lucía estaba en la cama, dormida y soñando, o despierta y esperando a que él se uniera a ella, a que él se acostara a su lado y dejara de contemplarla y adorarla como a una diosa. Que se arrimara con ella sobre esas sábanas tibias y rozara su cuerpo, como antes lo había hecho con el mío.
No lo sé. Pero sus ojos estaban cerrados y él la miraba, ¡cómo odio aquella mirada! A mí nunca me miró así. Aquella mirada lo decía todo. Y se puso en cuclillas frente a la cama, frente a ella, frente a su rostro sereno y adormecido. La adoraba, era su reina, su divinidad, su mito oculto. Nunca lo dijo y lo dijo siempre, con los ojos, con los gestos, con aquellas sonrisas con que la halagaba cada vez que ella estaba presente. Parecía que bebía de sus resuellos, que aquel cuerpo dormido despertaba en él las más enardecidas pasiones. Le vi sonreír. Él sonreía mirándola como un idiota. Como si nunca la hubiera visto, como si se le hubiese aparecido un santo; embobado, abstraído. Al ritmo de su respiración él la seguía, como una serpiente hechizada por la música de una flauta. Así la seguía a ella hasta sus sueños. ¡Cuánto la odié por eso! Por robármelo dormida, por robármelo sin saberlo.
Yo también la miraba dormir, quería ser capaz de descubrir qué es lo que él buscaba, adónde lo llevaba ella, adónde, que yo no podía llevarlo. Adónde llegaron juntos aquella noche que hizo el amor conmigo, pero prefirió velarla a ella, arrodillado a los pies de su cama.
Yo también la miraba dormir, quería ser capaz de descubrir qué es lo que él buscaba, adónde lo llevaba ella, adónde, que yo no podía llevarlo. Adónde llegaron juntos aquella noche que hizo el amor conmigo, pero prefirió velarla a ella, arrodillado a los pies de su cama.
¿Qué tenía ella? ¿Por qué era para él tan importante? ¿Por qué se sentía en su habitación como un niño en un jardín? ¿Por qué no fui yo capaz de arrancarle esos suspiros, esas sonrisas? ¿Por qué ella, y yo no?
Ella comenzó a moverse; en efecto, estaba dormida, soñaba. Porque en su sueño suspiraba y gemía. Pero no gemía de tristeza ni dolor. Era un gemido de deseo, de placer profundo. Y él seguía mirándola en éxtasis. Ella reía dormida y gemía como gimen las hembras en los brazos del macho; gemía de gusto, de gozo verdadero. Y él estaba gozando con ella, él gozaba con su gozo, como si hubiese entrado en sus sueños y le estuviera haciendo el amor. Él no se movía, estaba sumido en el sueño de Lucía, había entrado en ella plenamente, lo hizo desde el momento en que la vio; y su gozo ya no era más mudo estupor, era perfecto. Porque gozaba con ella, sin que ella pudiera saberlo. Gozaba intensamente, como gozó Psique de los placeres de Eros. Gozaban los dos.
Ella rió, gimió, pidió más y él, más le dio. Le dio todo. Todo lo que me daba a mí. E incluso más. Quería dárselo todo, todo lo que ella le pedía. Todo. Quería tenerla, tenerla como me tenía a mí. Pero en lo más íntimo de ella, en su deseo, en su sueño, sin que ella lo notara.
Luego, me fui. Lloré como nunca creí que fuese capaz. Me fui de la casa. Los dejé a los dos inconscientes, el uno en el otro. Uno dando y la otra, recibiendo; uno sabiendo y la otra soñando. Y entonces, me di cuenta de que era así. Así era como yo quería ser amada, como en mis sueños más profundos. En el sueño inocente donde nada priva de todo el gozo, porque no hay límites.
Así la amó él. Y no me estaba siendo infiel. Ni siquiera la había tocado, sólo la miraba; pero sus ojos hablaban por sí solos.
A la mañana siguiente, Lucía estaba deslumbrante. No le pregunté el motivo, lo sabía de sobra. Me dijo que había tenido un hermoso sueño. Pero siempre -¡siempre, siempre!- me quedará la duda. ¿Sabía Lucía que aquel hombre que la amaba en su sueño, con locura y desenfreno, era él?
II
Lucía
Era verano, estaba cansada. Había vendido todos los globos de la feria y el sueño me llamaba. Fuimos a tomar una cerveza, para recuperar las fuerzas. “La última”, dije. Y mi amante apareció, la noche me dijo resuelta: tú no te vas tan pronto. Y no me fui. Él me miraba con ojos pícaros, la noche hablaba por su boca. “Esta noche no te vas a escapar” y yo reía, pero estaba tan cansada.
Lucía
Era verano, estaba cansada. Había vendido todos los globos de la feria y el sueño me llamaba. Fuimos a tomar una cerveza, para recuperar las fuerzas. “La última”, dije. Y mi amante apareció, la noche me dijo resuelta: tú no te vas tan pronto. Y no me fui. Él me miraba con ojos pícaros, la noche hablaba por su boca. “Esta noche no te vas a escapar” y yo reía, pero estaba tan cansada.
Él me llevó en una pequeña vespino que chillaba como un sapo malherido. Apenas entramos por la puerta me rodeó con sus brazos, susurraba a mi oído “quiero tenerte, quiero que seas mía” y yo me dejé llevar. Me había quitado ya la ropa; de todas maneras, sólo llevaba un vestido muy ligero, negro con flores azules claras, de lino, muy delgado. Ya estábamos en la cama, besándonos y lamiéndonos como dos cachorros hambrientos y gimiendo y jadeando en desvarío y frenesí. Sentía un ardor muy fuerte en el vientre, un espasmo y él me poseía ya. Me perdí de pronto, en medio de sus brazos, me arrolló con furia ciega aquella corriente de su delirio. Yo era como una hoja a merced del aire caprichoso y de su estruendo; su azote me llevaba de un lado a otro, y escuchaba sus susurros como desde el fondo de una cueva, acuosos, palpitantes.
No quería, pero fue imposible resistir tan fuerte embate. Era débil, lo soy aún; cuando crece la marea, cuando la luna llena brilla con su resplandor de locura.
Días más tarde, tuve un sueño. Fue un sueño extraño, uno de esos sueños de verano. Estaba sola en casa. Cansada de trabajar. Me quedé dormida tan pronto me abracé a la almohada. Escuché una campana, su alegre tintineo me hizo reír. Era la campana de un barco. Yo estaba frente al mar. Un mar azul profundo. No era de noche pero se hizo pronto. Y yo me encontraba en esa barca, creía que estaba sola. El oleaje me llevaba de un lado otro. No había timón ni remos. No había nada en esa barca. Yo buscaba, primero. Luego, no sé qué buscaba. Y una voz me dijo, no sé de dónde: “¿qué buscas? Tal vez yo pueda ayudarte”. Levanté los ojos y vi el mar, brillaba con fuerza. Pero era de noche y lo vi. Estaba de pie, junto a la proa, parecía un marinero. Me sonreía y su sonrisa era dulce y alegre y acogedora. Sabía que a su lado no me pasaría nada. Se sentó junto a mí y me miró por largo rato. Me miraba como si sus ojos fueran las olas, primero. Y después, seguía sonriendo, tomó mis manos y me miraba otra vez; no había dejado de mirarme, como si las olas fueran calmas. La marea amainó, y yo vi sus ojos; eran tibios y generosos, me sentía abrigada por ellos. No decía ni hacía nada, más que mirarme y mirarme. Y entonces, lo vi. Era yo, yo misma en sus ojos, en el fondo de sus ojos negros como el mar.
Días más tarde, tuve un sueño. Fue un sueño extraño, uno de esos sueños de verano. Estaba sola en casa. Cansada de trabajar. Me quedé dormida tan pronto me abracé a la almohada. Escuché una campana, su alegre tintineo me hizo reír. Era la campana de un barco. Yo estaba frente al mar. Un mar azul profundo. No era de noche pero se hizo pronto. Y yo me encontraba en esa barca, creía que estaba sola. El oleaje me llevaba de un lado otro. No había timón ni remos. No había nada en esa barca. Yo buscaba, primero. Luego, no sé qué buscaba. Y una voz me dijo, no sé de dónde: “¿qué buscas? Tal vez yo pueda ayudarte”. Levanté los ojos y vi el mar, brillaba con fuerza. Pero era de noche y lo vi. Estaba de pie, junto a la proa, parecía un marinero. Me sonreía y su sonrisa era dulce y alegre y acogedora. Sabía que a su lado no me pasaría nada. Se sentó junto a mí y me miró por largo rato. Me miraba como si sus ojos fueran las olas, primero. Y después, seguía sonriendo, tomó mis manos y me miraba otra vez; no había dejado de mirarme, como si las olas fueran calmas. La marea amainó, y yo vi sus ojos; eran tibios y generosos, me sentía abrigada por ellos. No decía ni hacía nada, más que mirarme y mirarme. Y entonces, lo vi. Era yo, yo misma en sus ojos, en el fondo de sus ojos negros como el mar.
La barca se agitó, la marea volvió a subir. Ahora él me abrazaba. Todo su cuerpo me sostenía; y la marea terrible y una tormenta y un trueno, el cielo se abrió en dos partes. Estábamos desnudos, no existía nada más que el cielo, el mar y nosotros dos; entrelazados, unidos en un abrazo inextricable, en medio del océano que mecía aquella barca con furioso estremecimiento. Lo sentía, estaba dentro de mí, en mi cuerpo y en mi alma. Lo sentía como una parte de mi cuerpo. Él era parte de mí. La parte que más amo. Me amó como Eros amó a Psique en su Castillo oscuro, en su vida de tinieblas e inconsciencia. Y yo también le amaba, en mi cuerpo y en mi sueño, y en eso que está más allá de nosotros, de nuestros nombres y nuestros cuerpos. Ni siquiera sabía su nombre y su rostro era como el mío, como cualquier otro rostro, un rostro entrañable.
La marea bajó. La tormenta había cesado. El cielo estaba despejado, y yo podía ver la luz que emanaba de las estrellas, y sentí que él estaba conmigo todavía.
Cuando desperté, apenas clareaba. Abrí los ojos, aunque no deseaba abrirlos. La puerta del cuarto estaba entreabierta. Me levanté de la cama y caminé un poco aturdida, pero llena de una alegría inexplicable. Alguien había dejado en lo alto de mi mesa una nota: “¡Sueña, hermosa florecilla! Sueña que eres viento, ola altiva y tormenta. Mírate en mis ojos como en un espejo y dime tu nombre, Estrella. ¡Canta conmigo, canta esta melodía! Sueña como sueña la Aurora cuando llega Febo con su carro de oro. Quiero que sueñes. Sueña que eres mía”.
III
Alberto
La primera vez que la vi, no estaba sola. Estaba con él, su amante. Me sonrió, la hice reír, le dije alguna tontería, “¿te hacen feliz?”. “Muy feliz”, me dijo ella. Hacía calor. Yo no quería irme, pero sabía que tenía que hacerlo, él llegaría en cualquier momento. Por alguna razón yo no podía estar en el mismo lugar que él. Por alguna razón cuando ella me sonreía, yo sabía que él la hacía feliz. No podía competir con eso, pero sabía que era posible. Era posible que sus ojos risueños brillaran algún día por mí.
Alberto
La primera vez que la vi, no estaba sola. Estaba con él, su amante. Me sonrió, la hice reír, le dije alguna tontería, “¿te hacen feliz?”. “Muy feliz”, me dijo ella. Hacía calor. Yo no quería irme, pero sabía que tenía que hacerlo, él llegaría en cualquier momento. Por alguna razón yo no podía estar en el mismo lugar que él. Por alguna razón cuando ella me sonreía, yo sabía que él la hacía feliz. No podía competir con eso, pero sabía que era posible. Era posible que sus ojos risueños brillaran algún día por mí.
La segunda vez, me acerqué a ella. Ya no se acordaba de mí, o quizá sí, ya no lo sé. Él ya no estaba. Yo no lo sabía pero podía saberlo por su mirada. Ya no había nadie que la hiciera tan feliz. Sostuve la bicicleta por el mango. Había otra chica con ella. Me acerqué y las saludé a las dos, pero fue su amiga la que me sonrió. Toda la noche hablé con ella y toda la noche quería acercarme a Lucía. Pero no lo hice.
Me acerqué a hurtadillas; podía estar cerca sin que ella notara mi presencia. Era amable, generosa. Siempre sonreía aunque nadie la hiciera feliz, aunque quisiera ser feliz con alguien que no la hacía reír. Yo la hacía reír y pensar también, quería que pensara en mí. Pero ella no lo hacía, pensaba en otro, cualquiera que le prometiera bonitos sueños. Entonces, comprendí que de ese modo podía llegar hasta ella.
Yo ya estaba confundido. Me sentía como un encantador de serpientes, su amiga estaba conmigo. Era joven y dispuesta y me amaba, me amaba tanto como yo amaba a Lucía. Sólo podía estar agradecido.
Quería saltar aunque tenía la soga al cuello, quería saltar hacia ella, y quedarme a su lado. Cada vez que aparecía yo me hacía el encontradizo, yo llegaba como si nada, como si no la hubiera visto. Pero ella llegaba siempre y siempre la veía. Yo sabía estar solo, aún cuando estaba con gente, aún cuando amaba a otra. La amaba, sí. Amaba a la otra. Era hermosa, lozana, llena de vigor. Pero no era como Lucía. Lucía era como un hada, tenue y vaporosa. Pasaba en sigilo, como una nube, y brillaba como una estrella lejana sobre un océano sombrío.
Quería que ella me sintiera también. La hacía reír y la hacía pensar, porque ella también sabía escuchar, pero no podía hacerla pensar en mí. Hasta que un día, ese día tuve la idea. La sorprendería, sí. Y volvería a brillar y a sonreír cuando alguien de verdad, la hacía feliz.
Mi cuerpo estaba poseído, abordado por un genio, un genio ciego de deseo. Fui hasta su casa decidido. Pero ella no estaba. Dejé dos flores en la puerta y una nota que decía: “Tú siempre fuiste feliz”.
Regresé más tarde para verla. Y su amiga abrió la puerta. Ese genio que me habitaba se lanzó sobre ella; no miraba nada, ni cuerpos ni nombres, sólo quería amar. Y yo venía dispuesto, con el corazón en la mano, para amarla sólo a ella. A Lucía.
Después de yacer juntos, extenuados, después de desfogar el deseo ardoroso que palpitaba en nuestras entrañas, su amiga me dijo: “No hagas ruido. Lucía está dormida”. Mi corazón empezó a galopar como un potro enloquecido. Y no lo resistí más. Tuve que entrar a verla. Tenía que verla. Era necesario. Tenía que amarla de alguna forma, hacerla feliz.
Traspasar el umbral de su puerta fue un hallazgo inaudito para mí. No podía creerlo, estaba allí, en su cuarto; su refugio, su castillo. Y quería quedarme allí dentro, respirar el aroma de sus cabellos y escuchar el eco de su risa. Todo en aquella habitación desprendía su perfume, su aroma de sol, y de embeleso. Estaba tendida sobre la cama, no se había arropado con la sábana. ¡Era tan hermosa! ¡Tan inconsciente de su belleza! Mi corazón palpitaba agitado, era un trémulo capullo, tan sólo con verla. Una incontenible agitación me recorrió todo el cuerpo. Me arrodillé a su lado imaginando cuáles serían sus sueños, deseando profundamente entrar en ellos. Yo sabía que ella me necesitaba, necesitaba mis besos y mis caricias, necesitaba que mis manos hicieran destilar el perfume de su piel, que mis manos sacaran el acorde de su cuerpo. Yo sabía que ella soñaba con eso. Lo supe esa noche. Pero ella no lo sabía.
Allí me quedé, a su lado, olvidado de todo. Nada más importaba. Sólo ella. Y ella comenzó a suspirar, un suspiro profundo, plácido. Sonreía como las musas le sonríen al poeta cuando le susurran al oído. Y yo no podía dejar de mirar esa sonrisa.
Su cuerpo se estremecía, se contorneaba con suavidad entre las sábanas, delicado y confidente; serpenteaba y ronroneaba con ternura felina. No sé qué fue de mí en aquel instante. Tal vez el genio que me poseía, me abandonó y quiso entonces, cumplir el sueño, el sueño de amarla. Me quedé absorto, con la mente en blanco y ella terminó su gorgoteo en un largo suspiro.
Todavía embebido en el éxtasis de mi contemplación, tuve valor para obedecer un último impulso. Sobre su mesa, todo a mano, había papel y pluma. Y escribí, dormido o soñando despierto, palabras que ya no puedo recordar. Y lloraba como un niño indefenso.
Luego me fui corriendo, sin mirar atrás.
FIN.
FIN.
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Sinopsis
En un lugar del Oliberzo (léase: Universo), conocido como la Tierra Arcana, existen tres grandes reinos: un grupo de islas cuyo trono principal se conoce como Candia, en donde vive el pueblo de los curiates. Es la raza de los centauros emparentada con las Nereidas del mar de Bara, que viven sobre sus costas septentrionales. El monarca es el sabio centauro Quirón. Sus tutores divinos son los gemelos celestes, los dióscuros Cástor y Pólux.
El segundo reino está ubicado al Este de Candia, es el continente Elber. Señoreado por los amos de la casa de los Ebres; su rey es Sabacio. Los Élberets de Elber son la raza más pacífica y hermosa de la tierra. Rinden tributo a Dionisio, el infante díscolo, dios de la vid. Al Sur de este gran reino existe un bosque Sagrado llamado Feronia, allí habita un anciano chamán, conocido como Túbal.
El tercer gran reino de Arcana es Galacia, conocida como la Isla Blanca por la luz que aún brilla sobre sus montañas desde el alumbramiento de la divina Isis. Su soberana es la emperatriz Olibana, hija semidivina de la diosa; y su consorte es el Rey Atlante Pelayo, navegante explorador de los océanos siderales. Galacia es la tierra más próspera de toda Arcana. Los gálatas tienen un poderoso vínculo con los dioses, pues Isis es la primogénita de la diosa madre, Balá-Balám.
Al Norte de los tres reinos, existe un gran reino unificado llamado Arania. Continente dividido en doce reinos gobernados por doce reyes magos. El sultán de Arania, Bébrix, sustentador de los más grandes poderes de magia conocidos, ha sido raptado por un maligno hechicero conocido con el nombre de Hipérbulo. El oráculo de Arania ha lanzado tres profecías que revelan la amenaza de Hipérbulo con la destrucción de los Tres Reinos.
Con el fin de detenerlo los reyes de Arania se reúnen en Asamblea; sus oráculos y sus tutores divinos les requieren encontrar al más versado navegante del Oliberzo, Atlante. Él ha de viajar hasta el lejano país de Amenti, donde habita la Gran Madre, Balá-Balám. Ha de encontrar al animal llamado Unicornio; que de acuerdo con las profecías, es la única solución para encontrar el paradero del Sultán secuestrado.
Heráclio, Segundo mago en sucesión de poderes, realiza el viaje hasta Galacia para solicitar los servicios del rey argonauta. Atlante accede a acompañarlo. Pide la ayuda de su amigo el sabio centauro Quirón, para realizar el arriesgado viaje. Durante aquel largo viaje, comienzan a presentarse en Candia los primeros síntomas de las profecías malditas arrojadas por el oráculo de Arania. Los curiates, en ausencia de su monarca, se vuelven hostiles; descuidan sus labores, y la isla pronto se convierte en un caos. Las nereidas viajan por los mares de Bara pidiendo ayuda a los otros reinos. El mensaje llega hasta las costas de Elber, donde el divino Oanes está de paso visitando la corte de Sabacio. El dios escucha los lamentos de las sirenas y se apresta a viajar hacia Candia. Una vez allí, Oanes pone en práctica su habilidad y rescata a Candia de su desgracia. Agradecidos, los curiates lo nombran rey y Quirón queda destronado.
Mientras esto sucede en Candia, los hijos de Quirón envían hacia Galacia a tres pupilos del rey ausente: Caristio y los centauros Cornelius y Febe, que llegan a la Isla Blanca solicitando ayuda de la emperatriz. Olibana los acoge y los insta a permanecer en la Isla; pues más adelante, prestarán a la misión de Atlante una importante ayuda. Se anuncia la llegada de un Avisador de Amenti. Llegan noticias: la embarcación de Atlante ha sufrido un contratiempo que detiene su avance. El avisador esperado llega como el alado Pegaso; trae tres objetos que han de ser llevados hasta la embarcación de Atlante para ayudarle a superar su percance.
El elegido para tal empresa es Heber, padre de Atlante. Pero una nueva embarcación, diestra en largas travesías, es requerida para ello. Buscan la ayuda de Crisauro, anciano bucanero curiate. Pegaso y Heber viajan hasta Candia y solicitan a Oanes el servicio de Crisauro. Viajan hacia el centro del Oliberzo donde se halla Atlante encallado.
Olibana recibe de su madre divina la noticia de que el barco en el que viaja Heber con los objetos para rescatar a Atlante, está a punto de traspasar los límites del Oliberzo y no llevan tutor divino. Sin él no podrán contactar con Atlante y darle los objetos para cumplir su misión. Deben encontrar lo antes posible, entre los dioses, a uno que esté libre para viajar hacia la embarcación de Crisauro y ponerse en contacto con la nave de Atlante. Los dióscuros están con Quirón en la embarcación de Atlante; la divina Isis debe permanecer en Galacia para proteger a los gálatas de la tercera profecía. Sólo queda Dionisio. Caristio es comisionado junto a sus compañeros centauros, Cornelius y Febe, para realizar un largo viaje hasta el Bosque Sagrado de Feronia.
Los tres curiates viajan hacia el continente Elber. Llegan al Bosque Sagrado de Feronia donde vive el chamán Túbal; después de pasar algunas dificultades para encontrarlo. Su encuentro con las Amazonas, que salvan a Caristio de ser devorado por un oso; las bromas que los duendes les gastan para burlarse de ellos. Finalmente, encuentran a las Hespérides: magníficas criaturas, pupilas del sabio chamán, que los conducen hasta Túbal para pedir el auxilio de Dionisio. Éste entra en la nave de Crisauro, con muchas dificultades en el sueño de un animal que viaja a bordo de la nave.
Heber recibe el aviso de la diosa Isis a través del sueño. Ésta le advierte que viajan en compañía de un tutor divino, el díscolo Dionisio, en la forma de un animal. Heber realiza una pesquisa entre la tripulación para encontrarlo. Pero resulta que casi todos son animales; pues la tripulación del barco de Crisauro es llevada por los hijos de Oanes, los Caballos del Sol. Al final, encuentran al animal que resulta ser un gato, y finalmente, logran llegar junto a la nave de Atlante.
Con la ayuda de Dionisio y los dióscuros, Quirón deduce cuál de los tres objetos enviados por la Gran Madre; a saber, el Ouróburos, la Égida y el Arcoiris de Pegaso, ha de lanzar el primero. Al lanzar el Ouróburos sobre las aguas tumultuosas la nave de Atlante es liberada del remolino y regresa al Tiempo Original. El gálata puede continuar su viaje. Pero esta vez lo hará solo. Quirón, al conocer la noticia de su destronamiento, decide regresar a Candia; pues sus dióscuros le advierten que las profecías están a punto de cumplirse.
Quirón y sus dióscuros han regresado a Candia. El sabio centauro sostiene una secreta conversación con el divino Oanes; quien permanece en el trono, mientras Quirón se marcha al desierto. Las malévolas acciones de Hipérbulo no terminan aún. Envía hacia Candia toda clase de calamidades: maremotos, terremotos y lluvias negras que arrasan con el pueblo, los curiates se ven obligados a exilarse hacia el desierto. Una vez allí, a pesar de los esfuerzos de Oanes por mantenerlos unidos, las tribus se separan y se pierden. La segunda profecía está a punto de cumplirse. Elber es arrasado por siete pestes que acaban con casi toda la población de Élberets hermosos. Por esos días ha nacido el primogénito de Sabacio, y el Ebre no sabe qué más hacer para salvar a su pueblo de la desgracia. Perecen casi todos, sin remedio.
Entretanto, Atlante está atravesando la Noche infinita del Oliberzo. Es entonces, cuando una voz celestial lo sacude y lo ayuda a continuar su camino; pues corría el grave riesgo de quedarse dormido en sus ensoñaciones. Atlante usa el Arcoiris de Pegaso y traspasa la noche infinita. Llega victorioso a Amenti, pero todavía le queda un objeto. En su ascenso a Amenti, el rey gálata debe usarlo para superar el último obstáculo que acecha al intrépido que osa entrar en el vergel bendito.
Al entrar en el paraíso Atlante se encuentra con Agdistis; ésta le ofrece los frutos de su árbol; Atlante los rechaza. Luego, aparece el cuerno de la cabra Amaltea, lleno de toda clase de tesoros. Atlante los rechaza una vez más, no olvida su misión: viene en busca del Unicornio, para salvar a la Tierra Arcana del malévolo hechicero Hipérbulo. Entonces, tiene un encuentro con un caballo celeste. Al principio no lo reconoce, cree que puede ser uno de los hijos de Oanes, o el caballo alado Pegaso. El Unicornio se presenta ante Atlante. Gracias a su valor y desprendimiento, el Unicornio decide acompañarlo hasta la Tierra Arcana, para liberar a Bébrix y a todos los seres, de las profecías malignas del brujo del Tártaro.
La tercera profecía está por cumplirse. Hipérbulo ataca Galacia, intentando apagar el fuego de la pira sagrada que sostiene a Isis en el púlpito celestial. Pero los gálatas resisten la embestida por más de trescientos años, el tiempo que le toma a Atlante regresar a la Tierra Arcana. Hipérbulo, a sabiendas que ninguno de sus esfuerzos será suficiente para vencer a los gálatas, recurre al engaño; los gálatas quedan a merced del poder de Hipérbulo. Un titán sopla sobre el fuego espiritual y la diosa Isis abandona Galacia; la isla queda cubierta por las penumbras, y sus pobladores convertidos en piedras.
Atlante ha regresado a Galacia y ve que es demasiado tarde. Pero el Unicornio lo lleva a Elber, hacia el Bosque Sagrado; el único lugar intocable para el poder oscuro. Allí Atlante, sin saberlo, encuentra al último de los Élberets, en la cueva del chamán Túbal. Y de nuevo, el Unicornio envía a Atlante con el niño hacia la isla de Candia, en el desierto de Albara. En las puertas de Ofir Atlante se encuentra con Oanes. El rastro de un cometa rojo ha anunciado su llegada. Juntos viajan por el desierto y van encontrando algunas de las tribus perdidas de los hijos de Oanes.
Llegan finalmente, hasta el pie de una montaña de piedra. El niño se pierde y mientras lo buscan, Atlante y Oanes encuentran una cueva dentro de la montaña. Oanes tiene un extraño presentimiento. Le cuenta a Atlante la historia del Dragón dorado. Aparece Quirón. El rey centauro ha construido aquella cueva con la forma del dragón conocido como Borbónibur. Encuentran al niño que dormía dentro de la cueva, bajo el cuidado del sabio centauro y movilizan a los curiates al interior de la montaña; la luna llena anuncia el advenimiento del dragón.
Caria, la hija de Quirón ha tenido una hija. La amamanta bajo el sereno cuando llegan algunas de las tribus perdidas, justo en el momento en que la montaña, en la forma del dragón, se despierta. En medio de la confusión, el pequeño Nembrod le advierte a Atlante que Caria, Arión y su hija han quedado afuera. Borbónibur ataca a los curiates rezagados. En el ataque muere el primogénito de Oanes. El Unicornio reaparece para pelear contra el dragón y lo domina. El dragón duerme por largas horas mientras los curiates entierran a sus muertos.
Los curiates han de entrar en Ofir; el mago oscuro está allí con sus titanes. Atlante debe enfrentarlo y llevar al niño hasta las habitaciones reales. El niño corre peligro. Los hijos de Oanes comandan las tropas de curiates que entran en Candia dentro del dragón dorado; comienza la guerra contra Hipérbulo. Los curiates están ganando terreno. Atlante encuentra a Hipérbulo y logra someterlo. Pero en el último momento, el brujo escapa. Atlante ha fracasado. Hipérbulo rapta al niño y se lleva al Unicornio con él.
Llega a Candia una embajada desde Arania; tres grandes magos para proponer a los aliados una nueva estrategia para vencer al brujo del Tártaro. Oanes preside una singular ceremonia en la cual, Tres Elegidos realizarán un viaje único: Atlante, el Mago Heráclio de Arania y el centauro Quirón entran en los sueños del brujo, que viaja apaciblemente en su nave en dirección a Arania.
Durante ese viaje singular, los tres hombres descubren la verdadera naturaleza del mago oscuro. Pero Atlante hace lo único que está prohibido hacer durante el viaje, interviene en los sueños del mago y la historia da un nuevo giro.
Todo cambia. En su desconcierto, Atlante clama al Unicornio, que aparece y le muestra Atlante todo lo que ha pasado, a partir de ese momento. Atlante regresa a Galacia, hay luz de nuevo; pero él no sabe por qué. Ve a Olibana, pero ella no puede verlo. Entonces, El Unicornio le ofrece a Atlante una última opción: le otorga mil años de un sueño. Pero le hace una advertencia definitiva: “...después de este día, que durará mil años, no habrá marcha atrás”. Una arriesgada aventura que llevará a Atlante hacia un inesperado desenlace.
NOVELA FANTÁSTICA
Desde el año 1998 aproximadamente, a mediados del mes de Mayo, durante una visita de mi sobrino Christofer a casa, surgió la idea de escribir esta historia. Me había nutrido a lo largo de varios años de la literatura fantástica y épica de J.R.R Tolkien, de cuya fuente bebí con gran placer. Los cuentos de Edgar Allan Poe y sobretodo, los relatos míticos de Homero, La Ilíada y la Odisea. También habían llegado a mis manos libros curiosos, acerca de la genealogía de algunos nombres míticos en Europa y Asia.
El germen de la historia era una idea fantástica, en la acepción más fiel de la palabra, y estaba cimentado en el título de un cuento corto que escribí hace muchos años. Ese cuento se llamaba “La Vuelta del Mago”; y ésa era la idea principal de esta historia, ricamente nutrida con todos los elementos de la mitología frugal de mis autores preferidos.
Con esa premisa en mente comencé a escribir algunas notas. Quería estructurar mi relato, crear un universo, y quería que la historia transcurriera a lo largo de un tiempo bien definifo. Tomé prestados personajes del bagaje mitológico clásico, pero quise dotarlos de una nueva piel; quería que los seres fantásticos que aparecieran en la nueva historia le dieran un carácter épico, un sentido trascendental, como vasos comunicantes de la narración.
Fueron muchos años de trabajo, que aún hoy siguen siendo parte de mi labor como escritora. La Verdadera Historia de Atlante se convirtió pues, en el retrato de una nueva Leyenda, el testimonio de las hazañas de un héroe y la aproximación a un mundo nuevo, donde las leyes y los seres actuaban de acuerdo a coordenadas míticas y heroicas.
No fue fácil para mí encontrar el verdadero tono de este relato, porque la vida de sus personajes se iba desenvolviendo cada día de formas insospechadas. A través de ellos y sus conexiones, yo iba descubriendo ese mundo, más que creándolo.
Fueron varias etapas de germinación, evolución, clímax, receso. Períodos de recapitulación y revisión intensos; búsqueda de ecos e interacciones; pero sobretodo, de revelaciones. Cuando el trabajo quedó terminado de forma definitiva, aún me reencontraba con los personajes, aún prevalecía el diálogo con la historia y con los protagonistas. Aquella historia abrió camino a otra y otras. Sin darme cuenta volví a escribir. Un nuevo mundo había nacido y había mucho que contar acerca de él.
La segunda parte de la trilogía que tenía en mente se abrió paso entre las teclas, clamaba por salir, por hacerse fuerza evidente entre las letras. Era la historia de la generación venidera, de la nueva esperanza a un mundo que resurgía de sus cenizas, como el Ave Fénix. El Rey de los Ebres me llevó quizá menos tiempo para traducirlo desde el universo de lo simbólico a la narración literal. Porque ya el ambiente estaba estructurado, reconstruido de su pasado; los antecedentes estaban claros, era una marcha hacia delante. Una historia más amplia, pero no más compleja, sólo mejor conocida. Un año o dos me llevó escribirla, y está allí, pasando su etapa de reposo. Pero segura de haber traspasado el escaño más difícil, el de la interpretación.
Al principio, comenté que se trataba de una trilogía. La idea, a medida que la historia crecía se convirtió en eso, en un compendio antológico. Pero esa tercera parte aún no llega. Flota en medio de lo mitológico, en un pasado tan remoto que serán necesarios varios años y los más sofisticados conocimientos de arqueología literaria para escarbar y hacer el hallazgo.
La siguiente sinopsis revela la trama y la esencia de ese universo descubierto en las profundidades del Inconsciente. La acompañan algunas anécdotas que afloraron a lo largo del proceso de trabajo.
Se las dejo con mi más sincero deseo de que esta historia les embarque en una aventura inolvidable.
La siguiente sinopsis revela la trama y la esencia de ese universo descubierto en las profundidades del Inconsciente. La acompañan algunas anécdotas que afloraron a lo largo del proceso de trabajo.
Se las dejo con mi más sincero deseo de que esta historia les embarque en una aventura inolvidable.
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