martes, junio 23, 2009

Sinestesia




Me desperté justo un instante antes de que el canto del gallo reverberara en el aire. El perfume ondulante del café recién hecho alertó mis sentidos, me sacó de mi sueño y me lanzó sin remisión, a los recuerdos más recónditos de mi memoria. Allí silbaba el humo cálido del café sobre la hornilla de una cabaña de piedra. El humo oscilaba como un genio hasta la buhardilla, desde donde una estrecha ventana se abría como una ostra al blanco nítido y escarchado de la nieve invernal. Sobre aquel páramo de luz se fundían los rayos del sol; y mientras yo soplaba al borde del tazón que calentaba mis manos, entre los pinares desnudos una liebre danzaba la antigua danza del viento, el mismo viento acerado que peinaba el lomo agreste y dorado de un lince ibérico que la seguía muy de cerca.


Desde la ventana de madera yo seguía con expectación aquella carrera desmesurada por la vida. No sabía muy bien de qué lado estaba, pero no podía perdérmela. La liebre de patas ligeras iba lanzada como una estrella fugaz y era difícil seguirla con la mirada, pues el color de su pelaje la camuflaba entre el albor de la nevada espesa. Pero su persecución no constituía un problema para el lince, que poseía un instrumento mucho más sofisticado que sus dos pupilas afiladas.


La liebre volaba sin apenas posar las patas en la tierra; pero cuánto más ligero se lanzaba al viento, más cerca estaba el lince de engancharle los talones. En un quiebre de su carrera, la liebre encontró lo que parecía un angosto hueco en la nieve. Pero cuando fue a dar el último salto para caer adentro, libre al fin de su cazador, descubrió con gran sorpresa que la nevada nocturna había cubierto su guarida. El lince lo tuvo fácil, se lanzó sobre la liebre en ligera embestida, ya casi la tenía entre sus garras. La liebre había levantado sus patas delanteras, mostrando a su agresor la pechera blanca y lanuda. El lince le había clavado ya la mirada, listo para el primer zarpazo. Un giro inesperado sobre la nieve quebradiza le hizo perder el equilibrio. De un resbalón cayó rodando ladera abajo. La liebre impulsada sobre sus patas traseras pegó un respingo y voló una vez más, airosa, sobre las puntiagudas orejas del lince atolondrado.


En aquel momento, en que la liebre permaneció suspendida en el viento, yo vi en sus pupilas encarnadas un aire de victoria, una sonrisa de júbilo inesperado. El viento la había recogido sólo un instante entre sus brazos sigilosos y la llevaba una vez más, muy alto y muy lejos. Tan lejos la llevó que ni siquiera pude ver a dónde la perdí de vista para siempre; y con un suspiro de alivio miré mi tazón y soplé sobre el borde con calma; el aroma embriagador de mi café matutino cubría mi habitación como una niebla protectora.
(Imagen del lince y la liebre: fuente, blog Juan de Mairena)
Trabajo que forma parte de las prácticas de clase del curso de Visualización y Escritura Creativa. Arteduna. Junio 2009. Madrid.

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