Los instintos apolíneo y dionisiaco, presentes en el arte y la vida religiosa griega son, en principio, una antítesis que se reconcilia sólo a partir de la tragedia ática. En el momento del florecimiento de la voluntad helénica aparecen fundidos para engendrar en común la obra de arte de la tragedia griega[2].
Opone el sueño a la embriaguez, como ejemplo de esta antítesis; y que, según Lucrecio, en su “Naturaleza de las cosas”, fue en el sueño donde por primera vez se manifestaron ante los hombres las espléndidas figuras de los dioses”. En Nietzsche lo dionisiaco es una revelación, un momentum mágico, y expresión de “la vida ardiente de los entusiastas dionisiacos”. Entonces, frente a esta actitud puramente abierta hacia la expresión metafísica de la vida, ¿dónde está el sufrimiento del que el filósofo nos habla? Lo dionisiaco “renueva la naturaleza enajenada” ¿de qué? Y “celebra la fiesta de reconciliación” (¿con qué o quién?). Nietzsche nos muestra aquí a los trágicos en medio de una clara fisura existencial; es el momento en el que el hombre griego se plantea, aún más seriamente la -antigua- duda sobre los dioses. No se trata aquí de la preocupación sobre, si los dioses se interesan por ellos o no. La preocupación trágica que deviene en la crisis del mito parece recapitular en la certeza del poder del mito para explicar los misterios de la naturaleza y de las pasiones que abordan al hombre. Es el principio de la metafísica y una prematura reflexión del pensamiento occidental en su existencia como ser. Sin la duda no hay oportunidad para este distanciamiento que invita a la reflexión e incluso, a la recapitulación sobre las ideas que trascienden la existencia. La tragedia es el vehículo propiciatorio de la penetración del pensamiento religioso y originariamente mítico, en la búsqueda filosófica del ser. Nietzsche la ve en el arte, el arte helénico es para el filósofo, la máxima expresión de toda respuesta ante la reflexión filosófica, es la “actividad metafísica” de la vida. El instinto dionisiaco del arte es pues, el florecimiento espontáneo de la tierra, de la vida, es la liberación de las ataduras del pensamiento a las ideas preconcebidas, a las rígidas imposturas sociales. Una transformación mágica del hombre helénico.
En la visión nietzscheana hay una especie de dualidad con respecto al modo de ver y sentir griego (trágico). Aristóteles nos explica que la misión de la tragedia es en suma, la catarsis de las pasiones, a saber: el temor -tan profundamente humano- y la piedad. El hombre helénico se identifica con el hombre trágico; aquí radica la transformación dionisiaca. Se convierte en un ser distinto, que está presente en sí mismo y en todos; pues su propia naturaleza desgarrada -según Nietzsche-, ante el determinismo de lo mítico y lo divino y su alienación del mundo y de la vida, lo hacen traspasar el sufrimiento de esa separación (primaria u original) para llegar a convertirse en un dios. “Se siente dios... él mismo camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses”. Nietzsche expone así, su “llamada de los misterios eleusinos”, una “revelación de los misterios de la embriaguez”. La embriaguez dionisiaca le otorga al hombre helénico la posibilidad única de convertirse en un ser capaz de superar su naturaleza limitada, en un héroe; para devenir a raíz de su hazaña, en dios. Esa es su reconciliación. Ha perdido su ser en el alud de las pasiones; pero también, a través de ellas, se encuentra a si mismo, renovado y repotenciado.
Nietzsche nos invita ahora a profundizar en los vínculos del hombre griego con sus arquetipos, para comprender cómo se desarrollaron en su arte y pensamiento esos instintos artísticos de lo apolíneo y lo dionisiaco. Nos retrotrae a las festividades dionisiacas helénicas, en contraste con todas las expresiones dionisiacas de otras culturas, llamadas bárbaras por los griegos antiguos. El desenfreno sexual, siempre presente en estos rituales, o la depravación salvaje son bien conocidos a lo largo de la historia de la antigüedad clásica. Pero en el caso de los griegos siempre existía el resguardo del dios Apolo que conlleva, -cuando esas prácticas de desenfreno llegan a Grecia-, a una reconciliación con las armas indómitas de Dionisos. Así parece ser históricamente y para Nietzsche también, el momento de la reconciliación entre ambas fuerzas. El momento de la llegada de los tiranos a Atenas, representantes del poder del pueblo, que trajo del campo a la polis sus creencias y sus dioses pastoriles. Es la preponderancia ya reconocida y más luego extendida, del culto mistérico de Dionisos; donde “las orgías dionisiacas tienen el significado de redención del mundo, de días de transfiguración”. Es el pretendido regreso a lo primitivo en la naturaleza humana.
La tragedia es una medicina cultural, preparada alquímicamente por la naturaleza, en su fusión de lo apolíneo y lo dionisiaco, para ofrecerle al hombre su redención ante el dolor por su fragmentación -la de su pensamiento mítico y filosófico-. El hombre se apropia de sus arquetipos (o de sus símbolos) -como en la época homérica se apropió de sus dioses-, para penetrar en su propio misterio, palparlo, identificarse con él y transformarlo (en él), a través de un arduo proceso de experiencia con el dolor y el placer. La música dionisiaca produjo al hombre helénico un espanto natural al reconocerse en ella, desprendido de su faceta racional. El asombro que le provoca es el de la anagnórisis. “Estos cantos -insiste Nietzsche- y el lenguaje mímico de estos entusiastas de dobles sentimientos, fueron para el mundo de la Grecia de Homero algo inaudito. El ditirambo, -un invento mítico de Arión-, ya presente en la expresión artística; se despliega ahora en una dimensión reveladora de nuevos símbolos en los que el hombre helénico se reconocía fielmente una vez superado su horror, en la contemplación. “Se va transformando de rito colectivo frenético, a espectáculo; convirtiéndose finalmente en genero literario”[3].
DIONISO, LA BELLEZA Y HELENA DE TROYA
En la transformación del hombre trágico, su habla se torna en canto vivaz; caminar se convierte en una danza enérgica. Pero no es el movimiento salvaje de un cuerpo que ha perdido el control de sí mismo. En la fusión de lo apolíneo y lo dionisiaco hay una suerte de sensualidad que va de la mano del arrobamiento; las ménades se liberan de su condición de mujeres inferiores y descubren la libertad física y el latente erotismo y el goce que produce el movimiento de sus cuerpos al ritmo de los cantos de Dionisos. Se despiertan los símbolos de sus arquetipos más arcanos dentro de ellas mismas, se encarnan en ellas; es una auténtica celebración de la vida. Esta visión, aunque resulte fragmentaria, nos acerca a la necesidad (ya no cultural, sino casi biológica) del hombre trágico por la belleza. Para Platón quizá no sea la más ideal, pero sí la que más cerca le roza: el cuerpo de la bacante extática embriagado por el placer de la danza, que expresa la belleza y la sensualidad en su estado más puro. La belleza es el imperativo creador, fruto de la desmesura del sufrimiento y la capacidad de transformación del instinto dionisiaco en la tragedia ática.
En el asombro (asombro ante lo inexplicable, la Moira, la naturaleza y su constante devenir) es donde, inevitablemente se percibe en el hombre griego (homérico) una entrañable candidez, próxima a la infancia. El hombre griego del siglo VI - V a. de C. era capaz de conmoverse en verdad, desde sus profundas entrañas, con el espectáculo sobrecogedor (pero artificial y mimético) de Dionisos sacrificado por los Titanes. La muerte del héroe removía en el hombre griego sus pasiones más primitivas. Y es en este espectáculo de “imitación de la vida”, donde el hombre trágico crea la belleza, para poder ser glorificado su genio artístico y sentirse digno -como reflejo de los Inmortales-, de ganarse la divinidad, la inmortalidad. No nos cabe la menor duda de que lo consiguieron; no sólo a través de su ideal apolíneo de belleza, o de la conmovedora desnudez con que se abrían al espectáculo de la vida y la acogían dentro de sí mismos; sino y muy especialmente, con ese ímpetu con el que el hombre griego amaba la vida -su vida- y se identificaba con ella. Por eso será que Nietzsche llama a Homero “el artista ingenuo”.
NOTAS:
[1] El origen de la tragedia griega y sus autores; Carina Don Ángelo.
[2] F. Nietzsche; El Nacimiento de la tragedia. Alianza Ed. 1973.
[3] El vino como elixir sagrado, La embriaguez dionisiaca; Simón Royo Hernández.
[4] Gorgias, Elogio a Helena; “Fragmentos y testimonios”.
[5] El falso arte; pag. Web.
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