lunes, marzo 13, 2006

MEMORIAS DE GRECIA

Partenon de Atenas



EL ORIGEN

Para Aristóteles es el mito el germen y el alma de la tragedia. Es la fuente de la que beben ineludiblemente, todos los trágicos. El Poeta creador de mitos es casi un sumo sacerdote, pues su voz es una verdad aceptada por todos. Pero el nacimiento de la tragedia es el anuncio de la crisis de lo mítico. A partir del surgimiento del pensamiento crítico de los sofistas, las creencias que se sustentaban en el mito fueron puestas en entredicho y toda explicación basada en los relatos míticos pasa a convertirse en ficción literaria, en tragedia. Filosofía y tragedia son paralelas, aunque en su origen, el vínculo más próximo de la tragedia fue la religión... “La obra trágica nació como representación del sacrificio de Dionisos (Baco) y formaba parte del culto público[1].

Los instintos apolíneo y dionisi­aco, presentes en el arte y la vida religiosa griega son, en principio, una antí­tesis que se reconcilia sólo a partir de la tragedia ática. En el momento del florecimiento de la voluntad helénica aparecen fundidos para engendrar en común la obra de arte de la tragedia griega[2].

Opone el sueño a la embriaguez, como ejemplo de esta antí­tesis; y que, según Lucrecio, en su “Naturaleza de las cosas”, fue en el sueño donde por primera vez se manifestaron ante los hombres las espléndidas figuras de los dioses”. En Nietzsche lo dionisi­aco es una revelación, un momentum mágico, y expresión de “la vida ardiente de los entusiastas dionisiacos”. Entonces, frente a esta actitud puramente abierta hacia la expresión metafí­sica de la vida, ¿dónde está el sufrimiento del que el filósofo nos habla? Lo dionisiaco “renueva la naturaleza enajenada” ¿de qué? Y “celebra la fiesta de reconciliación” (¿con qué o quién?). Nietzsche nos muestra aquí­ a los trágicos en medio de una clara fisura existencial; es el momento en el que el hombre griego se plantea, aún más seriamente la -antigua- duda sobre los dioses. No se trata aquí de la preocupación sobre, si los dioses se interesan por ellos o no. La preocupación trágica que deviene en la crisis del mito parece recapitular en la certeza del poder del mito para explicar los misterios de la naturaleza y de las pasiones que abordan al hombre. Es el principio de la metafísica y una prematura reflexión del pensamiento occidental en su existencia como ser. Sin la duda no hay oportunidad para este distanciamiento que invita a la reflexión e incluso, a la recapitulación sobre las ideas que trascienden la existencia. La tragedia es el vehí­culo propiciatorio de la penetración del pensamiento religioso y originariamente mí­tico, en la búsqueda filosófica del ser. Nietzsche la ve en el arte, el arte helénico es para el filósofo, la máxima expresión de toda respuesta ante la reflexión filosófica, es la “actividad metafí­sica” de la vida. El instinto dionisi­aco del arte es pues, el florecimiento espontáneo de la tierra, de la vida, es la liberación de las ataduras del pensamiento a las ideas preconcebidas, a las rí­gidas imposturas sociales. Una transformación mágica del hombre helénico.

En la visión nietzscheana hay una especie de dualidad con respecto al modo de ver y sentir griego (trágico). Aristóteles nos explica que la misión de la tragedia es en suma, la catarsis de las pasiones, a saber: el temor -tan profundamente humano- y la piedad. El hombre helénico se identifica con el hombre trágico; aquí­ radica la transformación dionisi­aca. Se convierte en un ser distinto, que está presente en sí­ mismo y en todos; pues su propia naturaleza desgarrada -según Nietzsche-, ante el determinismo de lo mí­tico y lo divino y su alienación del mundo y de la vida, lo hacen traspasar el sufrimiento de esa separación (primaria u original) para llegar a convertirse en un dios. “Se siente dios... él mismo camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses”. Nietzsche expone así­, su “llamada de los misterios eleusinos”, una “revelación de los misterios de la embriaguez”. La embriaguez dionisiaca le otorga al hombre helénico la posibilidad única de convertirse en un ser capaz de superar su naturaleza limitada, en un héroe; para devenir a raíz de su hazaña, en dios. Esa es su reconciliación. Ha perdido su ser en el alud de las pasiones; pero también, a través de ellas, se encuentra a si­ mismo, renovado y repotenciado.

Nietzsche nos invita ahora a profundizar en los ví­nculos del hombre griego con sus arquetipos, para comprender cómo se desarrollaron en su arte y pensamiento esos instintos artí­sticos de lo apolí­neo y lo dionisi­aco. Nos retrotrae a las festividades dionisiacas helénicas, en contraste con todas las expresiones dionisiacas de otras culturas, llamadas bárbaras por los griegos antiguos. El desenfreno sexual, siempre presente en estos rituales, o la depravación salvaje son bien conocidos a lo largo de la historia de la antigüedad clásica. Pero en el caso de los griegos siempre existí­a el resguardo del dios Apolo que conlleva, -cuando esas prácticas de desenfreno llegan a Grecia-, a una reconciliación con las armas indómitas de Dionisos. Así parece ser históricamente y para Nietzsche también, el momento de la reconciliación entre ambas fuerzas. El momento de la llegada de los tiranos a Atenas, representantes del poder del pueblo, que trajo del campo a la polis sus creencias y sus dioses pastoriles. Es la preponderancia ya reconocida y más luego extendida, del culto mistérico de Dionisos; donde “las orgí­as dionisi­acas tienen el significado de redención del mundo, de dí­as de transfiguración”. Es el pretendido regreso a lo primitivo en la naturaleza humana.

La tragedia es una medicina cultural, preparada alquí­micamente por la naturaleza, en su fusión de lo apolí­neo y lo dionisi­aco, para ofrecerle al hombre su redención ante el dolor por su fragmentación -la de su pensamiento mí­tico y filosófico-. El hombre se apropia de sus arquetipos (o de sus sí­mbolos) -como en la época homérica se apropió de sus dioses-, para penetrar en su propio misterio, palparlo, identificarse con él y transformarlo (en él), a través de un arduo proceso de experiencia con el dolor y el placer. La música dionisi­aca produjo al hombre helénico un espanto natural al reconocerse en ella, desprendido de su faceta racional. El asombro que le provoca es el de la anagnórisis. “Estos cantos -insiste Nietzsche- y el lenguaje mí­mico de estos entusiastas de dobles sentimientos, fueron para el mundo de la Grecia de Homero algo inaudito. El ditirambo, -un invento mí­tico de Arión-, ya presente en la expresión artística; se despliega ahora en una dimensión reveladora de nuevos sí­mbolos en los que el hombre helénico se reconocí­a fielmente una vez superado su horror, en la contemplación. “Se va transformando de rito colectivo frenético, a espectáculo; convirtiéndose finalmente en genero literario[3].

DIONISO, LA BELLEZA Y HELENA DE TROYA


En la transformación del hombre trágico, su habla se torna en canto vivaz; caminar se convierte en una danza enérgica. Pero no es el movimiento salvaje de un cuerpo que ha perdido el control de sí­ mismo. En la fusión de lo apolíneo y lo dionisi­aco hay una suerte de sensualidad que va de la mano del arrobamiento; las ménades se liberan de su condición de mujeres inferiores y descubren la libertad fí­sica y el latente erotismo y el goce que produce el movimiento de sus cuerpos al ritmo de los cantos de Dionisos. Se despiertan los símbolos de sus arquetipos más arcanos dentro de ellas mismas, se encarnan en ellas; es una auténtica celebración de la vida. Esta visión, aunque resulte fragmentaria, nos acerca a la necesidad (ya no cultural, sino casi biológica) del hombre trágico por la belleza. Para Platón quizá no sea la más ideal, pero sí­ la que más cerca le roza: el cuerpo de la bacante extática embriagado por el placer de la danza, que expresa la belleza y la sensualidad en su estado más puro. La belleza es el imperativo creador, fruto de la desmesura del sufrimiento y la capacidad de transformación del instinto dionisi­aco en la tragedia ática.

Julio Quesada en “Un pensamiento intempestivo” nos dice: “La capacidad para sufrir y aquella otra para crear, configuran la dualidad del arte griego”, así como nace Afrodita (la Belleza ideal) de la espuma formada por la castración de Urano (el sufrimiento, el dios eternamente sufriente de Nietzsche). La belleza -como ideal de vida- daba sentido a los griegos, les explicaba de forma extraordinaria y redentora la incertidumbre que les causaba la ineludible factibilidad de los misterios de la naturaleza y de la muerte.

La asombrosa capacidad del hombre griego para percibir lo terrible de esta vida, se convierte precisamente, en el germen de esa necesidad por la belleza. Gorgias clama en su Elogio a Helena, (“imagen ideal de su existencia”, según Nietzsche): “Perfección para la ciudad es el valor de sus habitantes; para un cuerpo la belleza; para un alma la sabidurí­a; para una acción la virtud; para un pensamiento la verdad”. Todo ello es bueno para el hombre griego; bondad y belleza son para él -salvo escasas excepciones, como Aristóteles-, sinónimos de una misma cosa. Los griegos pensaban que la contemplación de la belleza incitaba al deseo del amor; la belleza es buena y divina. “...si el ojo de Helena originó en su alma deseo y pasión amorosa del cuerpo de Alejandro, ¿qué hay en ello de asombroso? Si el amor es un dios, ¿cómo hubiera podido resistir y vencer el divino poder de los dioses quien es más débil que ellos?[4]. Los griegos designaron términos en su lenguaje para explicar su visión unificadora de la belleza y la bondad”. Intentaron probar que la unión de la belleza y de la bondad era inherente a la naturaleza de las cosas, que la belleza coincidí­a necesariamente con la bondad, (...) en el lenguaje de los antiguos griegos, una palabra compuesta, kalokagathon, serví­a para designar esa concordancia[5].

En el asombro (asombro ante lo inexplicable, la Moira, la naturaleza y su constante devenir) es donde, inevitablemente se percibe en el hombre griego (homérico) una entrañable candidez, próxima a la infancia. El hombre griego del siglo VI - V a. de C. era capaz de conmoverse en verdad, desde sus profundas entrañas, con el espectáculo sobrecogedor (pero artificial y mimético) de Dionisos sacrificado por los Titanes. La muerte del héroe removí­a en el hombre griego sus pasiones más primitivas. Y es en este espectáculo de “imitación de la vida”, donde el hombre trágico crea la belleza, para poder ser glorificado su genio artí­stico y sentirse digno -como reflejo de los Inmortales-, de ganarse la divinidad, la inmortalidad. No nos cabe la menor duda de que lo consiguieron; no sólo a través de su ideal apolí­neo de belleza, o de la conmovedora desnudez con que se abrí­an al espectáculo de la vida y la acogí­an dentro de sí­ mismos; sino y muy especialmente, con ese í­mpetu con el que el hombre griego amaba la vida -su vida- y se identificaba con ella. Por eso será que Nietzsche llama a Homero “el artista ingenuo”.


NOTAS:

[1] El origen de la tragedia griega y sus autores; Carina Don Ángelo.

[2] F. Nietzsche; El Nacimiento de la tragedia. Alianza Ed. 1973.

[3] El vino como elixir sagrado, La embriaguez dionisiaca; Simón Royo Hernández.

[4] Gorgias, Elogio a Helena; “Fragmentos y testimonios”.

[5] El falso arte; pag. Web.






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