Desde que llego el Otoño, me he ido sintiendo cada vez más y
más oscura. La noche de los Espíritus se aproxima. El canto de Darklings a la
Diosa Hécate ha estado dándome vueltas en la cabeza y me he sorprendido a veces
cantándole a solas.
Anoche tuve una epifanía, una comprensión íntima de ese
estado de ira sin ira. Comprendí por qué he estado actuando como si estuviera
enfadada, sin estarlo.
Ya la traición, el maltrato, la decepción, el fraude, el
engaño; el ser rebajada, olvidada, descartada, criticada, devaluada, tantas y
tantas otras memorias de violencia han dejado de ser una emoción.
Efectivamente, ya no siento ira, no siento rabia, miedo, dolor, tristeza, ya no
siento abandono, traición, vejación, ya no siento la violencia que he sufrido,
ni el maltrato del cual he sido objeto, a lo largo de la historia humana de mi
ser esencial de mujer.
Pero la memoria pervive; la memoria se ha hecho carne, se ha
hecho imagen persistente, se ha vuelto eco y advertencia: ¡no olvidar! Es mejor
recordar, para no tener que repetir la experiencia.
Mis guías me preguntan pero
¿por qué? ¿Para qué sostener la memoria de tanta violencia, tanto dolor? Muy
sencillo. Porque yo, -mujer, al fin y al cabo-, no soy solamente luz, amor, y
alegría. Yo también estoy hecha de sombras, de dolor y de lágrimas. Y no quiero
olvidarlo, no sea que caiga de nuevo en ese camino y no recuerde cómo era.
Repito, que ya no lo siento, ni el dolor, ni la rabia, ni el
miedo. Pero nunca, nunca, jamás olvido. Y hay una Señora, una Mujer Araña, una
bruja, una Dama con Tridente, que me mira desde los profundo de su cueva y me
susurra vehemente: ¡No te permito que olvides!
Esa Señora nocturna, Hécate transparente, cuya voz profunda
inunda mi alma con la noche más oscura, de vez en vez se pasea por las esquinas
de mi alcoba y me llama, me despierta del sueño profundo de la vida. Me
estremece, me vapulea, rasga mi sonrisa más cándida, muerde sobre la cara de mi
complacencia y me envía a sus perros brunos a que me enseñen sus fieros
dientes; mientras Ella se ríe, se ríe y se ríe de mi ingenuidad y mi flaqueza.
Esa Señora anoche se me presentó con estas palabras:
“¡No te permito que olvides! –repite. Ni una más se acostará
esta noche en la ignorancia. Ni una sola volverá a recuperar la alegría del
sueño que se hunde en el olvido, porque la que vuelva a hacerlo perecerá, ¡y yo
no se lo permito!
Por todas aquellas que murieron sin poder romper sus
cadenas, ¡No te lo permito!
Por aquellas cuyos pies fueron ajados en las hogueras de las
plazas. ¡No te lo permito!
Por aquellas cuya inocencia fue robada sin ajustamiento. ¡No
te lo permito!
Por aquellas a quienes arrancaron los retoños de su vientre.
¡No te lo permito!
Por tus abuelas, por tus hermanas, cuyas cenizas yacen en
tumbas desconocidas. ¡No te lo permito!
Tú eres mi hija, gracia de la Tierra, loba de los bosques
nublados. No te permito que olvides a tus ancestras. No te permito relegar sus
memorias, sus sueños truncados, sus hogares saqueados, sus yerbas pisoteadas.
Tú eres la que les sobrevive, en lo profundo de tu voz
claman sus cientos de voces silenciadas.
Tú eres la heredera de sus hechizos y sus pócimas que sanan.
Sólo tú puedes portar su simiente. ¡Hija mía, no vuelvas a olvidar nunca más
quién eres!
Recuerda sus ojos brillantes y solemnes, atesora sus misterios
y sus sueños en tu alma, porque a ti te los legaron todas ellas, y yo no te
daré descanso hasta que lo recuerdes”.
Por este canto a mis ancestras, por esa memoria Ella me
rondaba estos días. Anoche elevó su sombra poderosa sin ira, pero firme, para
que yo nunca más lo olvide.
¡Bendiciones, Hécate Ctonia, tus hijas te saludan!