Entré en el templo de la Diosa –que primero era Afrodita y
que luego, se transformó en Isis-; coloqué sobre el altar unas flores rojas que
traía como ofrenda y le pedí que me ayudara a manifestar los “Sidhe” de Isis,
los dones de Isis. La Diosa me respondió que los buscara dentro de mí. Me dijo
que ya había manifestado algunos de sus dones, como el de sanar, el don del
oráculo y el don de comunicarme con otros seres: como los árboles, los animales
y los símbolos.
Isis estaba en el altar, iluminado por las luces ambarinas
de las velas, y ataviada con una túnica blanca de lino, atada con el nudo Tjed
en su plexo solar y la corona del trono sobre su cabeza. En una mano portaba un
espejo (el espejo de Hathor?), y la otra descansaba sobre su pecho.
Antes de que la Diosa se manifestara como Isis, en el altar
estaba Afrodita, desnuda y resplandeciente; como la primera vez que entré en
este templo circular, cuando conecté con las aguas de la Diosa. Y le pedí que
me ayudara a sanar a través de mi luna roja, el miedo a perder mi libertad, que
llevo en mi interior.
Era de noche y comenzó a llover. Escuchaba la lluvia y los
truenos cayendo afuera del templo y el flujo del agua que brotaba desde el
interior de la tierra, y que fluía a través de la boca de la gran tinaja de
porcelana blanca, que descansaba en medio del templo.
Todo el lugar se llenó de felinos; una pantera y un león
dormitaban a los pies de la Diosa, bajo el altar. Los gatos negros me rodeaban
por todas partes, mientras yo permanecía sentada sobre el cojín en actitud
contemplativa. Y sobre mi regazo dormía apaciblemente, mi desaparecida y
siempre recordada gata siamesa, Gala.
Sentía las aguas sanadoras de la Diosa fluir dentro de mí,
en mi Yoni, en mi útero y en mi corazón; sentía que mi cuerpo era el cuerpo de
la Diosa, y mi Luna Roja su sangre, sus aguas sanadoras fluyendo por mi útero y
saliendo por mi Yoni, como una corriente roja desde mi corazón, con la fuerza
del amor.
Al sentir esto, el león se levantó de golpe y fue a
apostarse junto a la tinaja, de donde manaba sin cesar el agua, desde el centro
de la tierra. El león levantó una pata y rugió y la sangre fluyó desde mi Yoni,
y el cojín donde yo estaba sentada se tiñó de rojo. Entonces, me levanté; la
ropa que llevaba puesta se me cayó del cuerpo y me metí entera en el estanque
de las aguas de la Diosa.
Eran aguas cálidas, minerales. Sentí cómo su flujo entraba
en mi Yoni y en mi útero, sanando los miedos alojados en mi sacro, recorriendo
todo mi cuerpo. Permanecí así, sumergida en el estanque de aguas cálidas,
sanando los miedos a través del influjo sanador del agua de la Diosa, durante
varios minutos. Pequeños pececillos limpiaban la piel muerta de mis pies, y la
sangre fluía de mi Yoni corriente abajo, sanando mi cuerpo.
Cuando salí del agua, unas jóvenes, probablemente
sacerdotisas de la Diosa – o ninfas-, me ayudaron a salir del estanque, me
vistieron con ropas de lino blanco y me llevaron nuevamente ante el altar; adonde
tomé asiento una vez más, sobre el cojín, delante de la gran tinaja blanca, en
medio del templo, que ahora estaba limpio; pues alguien había reemplazado la
funda que se había manchado con mi sangre y había puesto un cojín con una funda
limpia.
Al sentarme apareció la Diosa Isis en el altar. Entonces, le
pedí a Ella que me ayudara a manifestar sus “sidhe”. Y una voz en el espacio
clamó: “Los Sidhe de Isis(1) son sus hijos, aquellos que manifiestan sus dones”.
Con una reverencia le di las gracias y regresé bajando un
camino de tierra bordeando el margen de un río. Subí a una barca que me llevó
de vuelta, en la noche, a la isla y al árbol donde me senté por vez primera
para tocar la tierra con mi Yoni, y una vez allí, volví a mi cuerpo.