Era una noche sin luna, llovía como si el cielo fuera a abrirse en canal y el agua caía a cántaros sobre la tierra. En una recóndita cueva una mujer, una bruja, o una sacerdotisa de la Diosa cantaba sus encantamientos sobre un gran caldero hirviente, y sus manos pálidas vibraban despidiendo destellos de luces hacia el brebaje rojizo y ardiente.
Era una cueva oscura pero cálida, tan sólo iluminada por los
fuegos bermejos de las llamas que alimentaban el caldero; una gran olla, la
aleación entre Marte y Venus, el hierro y el estaño.
Los truenos retumbaban como voces rotundas y cavernosas
sobre la piedra hirsuta de la cueva. La entrada a la caverna tenía la forma de
la vulva de una mujer joven, con dos compuertas altas y detrás de ellas, una
columna amplia que servía de resguardo a los fuertes temporales. A los pies de
la columna una pantera negra, apostada y sigilosa resguardaba la entrada. El
espacio interior no era demasiado amplio, pero la luz palpitante de la hoguera
le daba un aspecto de solemne profundidad.
En el medio de la estancia la bruja vigilaba el caldero y un
círculo de llamas los rodeaba. Un minino negro de ojos ambarinos saltó desde
una cornisa adelantada y fue a apostarse entre unas mantas y unas cestas de
paja, arrinconadas al fondo de la cueva. Y un pájaro negro de mirada penetrante,
un cuervo de largas plumas azuladas revoloteaba sobre los hombros de la bruja.
De sus labios salieron aleteando fuertes palabras imposibles
de repetir, y la bruja quedó desnuda en medio del círculo en llamas. Su cuerpo
se tornó de pronto, escamoso y brillante, como el de una serpiente marina. Y la
bruja circundó el caldero varias veces, en deosil, tornándose a veces, mujer y
a veces, sierpe. Entre sus piernas, una escoba de madera de sauce acontecida de
ninguna parte, la alzó en vuelo de improviso, hacia el techo de la cueva;
mientras los tres animales la contemplaban atónitos.
Ella voló sobre su escoba remontándose hacia cielo abierto,
en una noche oscura y estrellada, una noche sin luna. El marco del firmamento
dibujaba su hermosa silueta recortada en vuelo rasante, sobre la faz temblorosa
de la luz astral. Viajaba en vuelo meteórico, cada vez más alto. Y sobre la
escoba ella cerró los ojos, abrió las piernas y extendió los brazos, con las
manos en el gesto de la unión. Ella estaba volando dentro de su vuelo, en una
dimensión más elevada.
Ella se vió a sí misma corriendo por el bosque bajo aquella
luz astral; pero su cuerpo de mujer era ahora el de la pantera negra, la
guardiana de las puertas de su cueva. Y la pantera corría, corría sin cesar
guiada por su instinto; ella había olfateado a su presa. Sabía donde
encontrarla, la acechaba en el silencio profundo, en la oscuridad nocturna de
su naturaleza solitaria. Entonces, sus pequeños ojos amarillos agazapados
detrás de un matorral, encontraron lo que había estado buscando toda la noche.
Su víctima estaba recostada junto a un estanque, era un
hombre joven; quizá dormitaba desprevenido, ignorante de la suerte que le
aguardaba, presta a abalanzarse sobre él, a sus espaldas. Estaba tan cerca de
él que podía sentir su aliento. Se había aproximado sin ser descubierta, pero
cuando el hombre por fin se dio cuenta de su presencia ya era demasiado tarde.
La pantera estaba sobre él y lo miraba fijamente; él sentía su respiración
caliente rozándole el cuello.
Entonces, él despertó. Estaba angustiado, nervioso, y sudaba
profusamente debido a la pesadilla. Todavía era de noche, pero al aventurarse a
dormir a la intemperie, la luz astral le había jugado una mala pasada. De modo,
que decidió avanzar en la oscuridad hasta encontrar un lugar adonde poder
refugiarse. Escuchó una conmoción cercana, algo como la voz de una mujer joven
que cantaba. Sintió curiosidad por saber de dónde provenía aquella voz femenina
y grácil que cantaba una canción embelesada en medio de aquella noche
fantasmal.
Aquella melodía le traía vagos recuerdos, que el joven no
sabía muy bien desde qué lugar de su memoria le llegaban; sentía como si aquel
canto hubiese abierto de par en par, memorias dormidas desde los tiempos más
antiguos de la tierra. Guiado por aquella voz, el joven avanzó en medio de la
noche, hasta que sus cautelosos pasos le llevaron a un claro en medio del
bosque, un círculo de arces muy, muy antiguos.
En el medio de aquel círculo vegetal había una mujer de piel
muy blanca, tan blanca como la luna ausente en el firmamento. Su rostro era
perfecto, sinuoso y terso como una figurilla de porcelana, y sobre su frente
amplia una luna negra y creciente se bordaba. Su cabello largo le corría por la
espalda, como un manto de seda de oscuro azabache. Ella estaba desnuda completamente.
Al verla, el joven se dio cuenta de que él tampoco llevaba puesta ropa alguna.
Ella movía los brazos en un movimiento suave, meciéndolos en
sutil vaivén, al ritmo de sus cantos. Entonces, él decidió acercarse; al
principio lentamente y después, con paso firme y seguro. Cuando había llegado a
unos pocos pasos de ella la llamó, dispuesto a halagarla con bellas palabras de
trovador; pero la voz no le salió de los labios, y sin embargo, ella lo sintió.
Él estaba turbado; ella se había dado cuenta de su presencia,
pero él no era capaz de halagarla con dulces palabras, como se había propuesto,
para conquistarla. La joven se levantó lentamente y lo observaba impávida.
Recorrió con sus ojos negros y enormes toda su naturaleza viril y luego, sonrió.
–Ven –le dijo-. Pero el joven queriendo responderle no fue capaz de decir,
aunque pensó: -¿a dónde? Y ella comenzó a correr.
Corrió como una gacela juguetona y espabilada, y detrás de
ella corría el mozo, cada vez más alebrestado, a cada zancada de la carrera. Ella reía y corría cada vez más a prisa, sin que aquel joven
enamorado fuera capaz de alcanzarla, pero algo en él se estaba despertando, y
se erguía impetuoso entre sus piernas.
La fina melodía de una siringa serpenteó
en el aire, la noche vibraba como una hoguera de llamas negras y plateadas. La
luna oscura se reía tras su velo de sombras. Sus piernas de hombre de pronto,
tornaron en las pezuñas peludas de una cabra; y sobre su cabeza dos cuernos se
erizaron orgullosos, y aquella niña que corría de él, sólo jugaba y lo llamaba con voces tiernas:
¡Pan!
Como una fiera impetuosa el joven finalmente la alcanzó, la
sujetó entre sus brazos y ella cayó rendida, sin la menor resistencia. Entonces,
el muchacho vio la entrada de la cueva de la Diosa Oscura; sus puertas estaban
abiertas. Él quiso entrar, y él entró. Al principio, con sigilo, después con
firmeza. Ella se estremeció. Él escuchó sus fogosos gritos, extáticos, que
provenían desde la oscura caverna de su vientre palpitante.
La sujetó con fuerza entre sus brazos y descubrió que él
mismo había dejado de ser esa especie de monstruo, mitad hombre, mitad
macho-cabra; había recobrado su forma.
Cuando cesaron los gritos de placer de aquella ninfa traviesa,
él se echó sobre ella exhausto. Jadeaban ambos en un mismo pálpito, sobre la
hierba humeante, bajo la luz cósmica y letárgica de la constelación de Pegaso.
El muchacho dormía y era hora de regresar, la luz del alba
pronto arroparía sus cuerpos y la bruja debía regresar a su cueva, antes del
amanecer. Se irguió sobre sus dos piernas y nuevamente, vio su cuerpo; que
había cobrado la forma de la pantera negra.
Corrió y corrió sin cesar por las
colinas, hacia la cueva, en las inmediaciones de la tierra. Y allí permaneció
hibernando junto a Lilith, la Diosa Oscura,
hasta que la Rueda
del Año giró una vez más, y la tierra despertó a los fuegos de Beltán.
Nota de la autora:
Inspirado en la Diosa Lilith, para esta noche de Luna Nueva en Aries, 10 de abril de 2013