sábado, agosto 25, 2007

EL PENSAMIENTO MÁGICO

“El dios griego para Nietzsche sólo era un elemento más del coro y de la expresión artística. No lo comprendía como parte de ese universo mágico del que estamos todos ya tan alejados, tan aislados”.

Me hice esta pregunta en el curso de mis pesquisas acerca de la visión de Nietzsche frente al arquetipo de la Muerte en la tragedia griega. Esta visión trasciende el ámbito del teatro, porque éste mismo halla sus raíces en la religión griega, más concretamente en el mito. Pero de esta interrogante surgieron nuevas visiones y paradojas que me impelen a continuar por este camino indagando en las razones, las representaciones que llevaron a Nietzsche a obviar la realidad del aspecto mágico y simbólico que expresa el pensamiento religioso griego.
Todavía me resulta asombroso que Nietzsche desdeñe con tanta facilidad la importancia y la profundidad de esta forma de concepción de la realidad en el interior de la vida y la religión griega. Lo que para los griegos primitivos significó, y para su posterior progreso, este estadio evolutivo de la conciencia en la relación con sus dioses y con el universo, y por ende, en su imagen de sí mismos.
Creo, con no poca convicción y no menos sorpresa, que nuestro amigo Nietzsche ha confundido en este predio la causa con las consecuencias; y acaso, en su aturdimiento, posicione a la tragedia como el fruto directo de este pensamiento trágico en el hombre griego; y no sea lo suficientemente sutil como para percibir en ese pensamiento simbólico y primitivo de la realidad el verdadero germen de toda la cultura griega, el responsable directo de esa libertad entendida como leit motiv del hombre griego; que al mismo Nietzsche le llevara a admitir en “El nacimiento de la Tragedia” que la periferia del círculo tiene infinitos puntos (...) llegada a estos límites la lógica se enrosca en sí misma y acaba por morderse la cola. Y todavía añade, para mi mayor asombro: entonces irrumpe el conocimiento trágico.
Y ¿es que –me pregunto, aún sin salir de mi perplejidad-, no era ya este sentido trágico parte de la vida del hombre griego. Y al irrumpir en arte se conoció para el mundo y así para la historia; que de este mismo germen, de esta misma concepción mágica de la existencia, había brotado la Tragedia (conciencia trágica) como su flor tardía? No es, en fin, que surgiera ese pensamiento mágico con ella, con la tragedia. La mirada siniestra del hombre griego acerca de la certeza de su destino ya formaba parte de su existencia, ya le era conciente en un estadio muy profundo de su pensamiento religioso, por el que mediante todos esos rituales de comunión con la naturaleza, abogaba por su supervivencia y la de su tribu. El germen de la conciencia de la inevitabilidad de su Muerte ya estaba en él antes y entonces, cuando al fin, apareció La tragedia.
Aquí su visión nihilista continua empañando los objetos de la realidad; y a pesar de su apreciación muy ceñida a los resultados y a una metodología de la causalidad, no conlleva por este procedimiento que Nietzsche salga de su propia obstinación científica y peque del mismo error del que inculpa a sus colegas filólogos coetáneos.
La observación se centra aquí en la figura del dios dentro del pensamiento griego arcaico, su evolución en el marco de la polis como figura del palco olímpico, y su trascendencia y posterior encarnación en el coro trágico. Teniendo siempre presente, que esa conciencia mágica ya formaba parte de la naturaleza del hombre griego y su forma de vida, y sólo encontró su expresión más representativa y depurada en la obra de arte trágico.
El pensamiento mágico propio de la conciencia primitiva nos retrotrae al origen del culto de la mano del mito. Como base de estas ideas, Nietzsche nos presenta las distintas formas del culto griego a los dioses, en su libro homónimo. Aquí afirma el filósofo alemán el descrédito en el que está concebida la lógica del pensamiento en el dominio de los ritos del culto a los dioses; afirma que esa lógica es la enemiga de la lógica científica y que está emparentada con la superstición y la poesía. Nos habla de un pensamiento impuro del que brota la conciencia mágica del universo, y del cual, a su vez ha surgido todo el culto griego helénico.
Esta palabra simboliza para Nietzsche el esplendor y la magnificencia de toda la cultura Griega, y su grado de mayor apogeo y desarrollo. Con sus mismas palabras nos dice: “Grecia es la imagen de un pueblo que alcanza enteramente las intenciones supremas de la voluntad” Admite que “sobre el suelo de ese pensamiento impuro ha crecido el culto griego”[1]. De nuevo, la agudeza de su percepción ha tomado las debidas precauciones de reconocer de antemano, el descrédito de la lógica del pensamiento mágico; sin embargo, no le reconoce él mismo ni un tanto, desde su propia apreciación. ¿Cómo podemos admitir tan abiertamente que todos los pueblos que comparten entre sí esta visión mágica del universo, pertenecen a un estadio inferior de civilización? ¿Podríamos decir eso mismo de los egipcios, o aún de los propios griegos?, de quienes bien se conocen sus rituales mágicos con Deméter y el mismo Orfeo y Dionisos.
El análisis riguroso siempre es útil para escudriñar la historia y sus muchos entresijos, pero en el momento en que el arqueólogo, el filólogo o el historiador deben enfrentarse a una realidad de naturaleza diferente a la de su visión científica, el impulso de negar aquélla parece irrefrenable. Y esta actitud un tanto injusta la encontramos también en la visión de Nietzsche, a pesar de la tremenda utilidad de sus escritos para el estudio de la antigüedad clásica.
La coincidencia nos hace encontrar aquí y allá pueblos y civilizaciones remotas en el tiempo que compartían esta visión mágica; al tiempo que el grado de evolución de su cultura permanecía aún en la Edad del Bronce. Tal es el caso de Catal Huyuk la ciudad más antigua que se conoce, ya que se le asigna un origen que ronda los diez mil años; su yacimiento se encuentra en Turquía, a trescientos kilómetros de Ankara, la capital. Los estudios arqueológicos realizados en base a los hallazgos, consideran que aquella civilización gozaba de gran prosperidad y progreso; e incluso, de un elaborado sistema de drenaje de cañerías. Pero su religión basada en el matriarcado, contemplaba una visión profundamente mágica del universo, como lo atestiguan las estatuillas de la diosa-madre.
También encontramos que el pensamiento mágico prevalece en los rituales del culto griego a los dioses, aún y cuando el estadio evolutivo de su cultura se halla en la cúspide. Incluso, aquellos rasgos que Nietzsche encuentra comunes entre los hombres que creen en la magia y los milagros todavía se encuentran presentes entre aquellos ciudadanos de la polis, en los tiempos del nacimiento de la filosofía. Tan fuerte y tan intensamente dentro de la vida del hombre griego se hallaba afianzado este pensamiento mágico, que albergaba un recóndito temor al delito de impiedad o asebeia; como sucedió en los casos de Diágoras, Protágoras, Anaxágoras (...)Sócrates, Esquilo o Aristóteles[2]; así como también, al poder de los ídolos protectores. El mismo Nietzsche nos cuenta cuánto temía la gente a un ídolo errante; tal es el caso del ídolo de Acteón en el Orcómenos.
Ese pensamiento mágico llegó a institucionalizarse, en virtud de su poder sobre la vida del hombre griego. De manera que nos parece prudente tomarlo más en serio, no sólo como base del culto a los dioses o de la propia cultura helena, sino como característica formal de todo el pensamiento religioso griego de la antigüedad. Ahora bien, ¿qué es exactamente este pensamiento mágico, del que parece depender toda la estructura del palco divino?
La idea de divinidad en el pensamiento mágico se encuentre ligada frecuentemente, con la búsqueda del sentido de lo inexplicable. Es la búsqueda inicial del hombre primitivo, de los fundamentos del comportamiento del universo. La magia, nos dice Nietzsche, pudo nacer como el intento de establecer ese primer contacto entre el hombre y las potencias ingobernables de la naturaleza. De este modo, divino pudo ser en su tiempo, el mismo árbol que diera alimento al hombre primitivo. Pero los métodos y los medios para lograr encausar o conquistar los designios divinos, son para Nietzsche ese pensamiento mágico del hombre griego arcaico.
A este hombre ya le conocemos bien. Sabemos con cierta exactitud, el ambiente que le rodeaba y la naturaleza de su relación con el entorno. Pero lo que aquí pretendemos conocer es el momento de su encuentro con lo divino, ¿cómo surgió y por qué?
Nietzsche concibe este pensamiento mágico como improvisación, en la que el hombre primitivo entiende que: “no es el golpe del remo lo que hace avanzar la nave, sino que remar es sólo una ceremonia mágica, mediante la cual se fuerza a un demonio a hacer avanzar la nave.”[3]
Considera Nietzsche que en el pensamiento del hombre primitivo existe una certeza fundamental en relación con esta dinámica de la relación con la naturaleza, y aún argumenta que falta toda representación de una sucesión natural. Como si el hombre primitivo estuviera tan alejado de los principios de la naturaleza como para no entenderla ni trabajar en armonía con ella. Quizá muchos de los fundamentos de este pensamiento mágico en el hombre primitivo nos parezcan un tanto ingenuos, e incluso, completamente descabellados en relación con la realidad. Pero tenemos que intentar comprender que el abismo que nos separa como mentes analíticas del pensamiento mágico primitivo, descansa sobre cierta sacralización de lo cotidiano; visión para la que nos hallamos actualmente incapacitados. Y por la que tal vez, aquella fuerza que hace avanzar la nave sí tenga algo que ver con nuestra intuición.
Es esta actitud de reverencia y honra frente a su entorno, la naturaleza y el universo que adopta el hombre primitivo, lo que domina su pensamiento mágico al momento del encuentro con lo divino. Dice Nietzsche que el significado de sagrado ya era prohibitivo. Para el griego arcaico el recinto en el que descansaba el ídolo era su casa, lugar inviolable de su culto; es decir, adonde estaba prohibido penetrar. Estos templos se construían específicamente como habitáculo para el ídolo divino, al que encerraban en cámaras secretas o subterráneas. Pero esta práctica sólo revela la consideración y el debido respeto que los helenos demostraban a sus dioses. Nietzsche nos recuerda que “la atención que se prestaba a la defensa de los ídolos protectores contra la violencia o el secuestro clandestino era muy importante”. Y que “un testimonio destacado de la creencia de los helenos en el poder de los ídolos protectores, así como del temor a cometer un sacrilegio contra el santuario estatal de otra tribu, se ponía de manifiesto en el hecho siguiente: el enemigo que entraba como vencedor, antes incluso de atreverse a violar, como soberano, la acrópolis y el santuario de la divinidad protectora, debía obtener la conformidad de ésta para acometer su acción”[4].
Es esta actitud reverente y esta cosmovisión como un espacio sagrado de fuerzas divinas, la que impera en la relación entre el griego arcaico y la divinidad.
Vemos que también se subestima, demasiado a la ligera, la capacidad de observación y deducción del hombre primitivo. ¿Qué certeza poseemos acerca de la posibilidad de que aquellos ritos no sirvieran positivamente, como medios de acercamiento entre los hombres y sus dioses; o en todo caso, como métodos trascendentales de interpretación y reconocimiento de las pautas de la naturaleza? ¿Podríamos afirmar acaso, con total rotundidad, que el éxtasis místico de las ménades en los rituales orgiásticos a Dionisos era un mero ataque de febril embriaguez? O ¿quizá, a través de aquellos métodos rituales, consiguiera la bacante entrar en estados alterados de conciencia; mediante los cuales llegara efectivamente, a establecer algún tipo de contacto con una entidad divina?
Uno de los documentos más conmovedores que he tenido la gran suerte de leer acerca de la conexión con lo divino, lo obtuve del relato de La Gran Visión de Alce Negro. Se trata evidentemente, de un hombre primitivo, en la más completa acepción de la palabra. Es el testimonio de la visión sagrada de un hombre que vivió la guerra de los indios americanos contra la ocupación de sus territorios por parte del hombre blanco. Este hombre manifestó haber experimentado una especie de visión suprema durante un rapto de conciencia; un viaje astral e irracional, una experiencia extracorporal. Para suerte de nuestro tiempo, su testimonio fue recogido por un joven poeta de Nebraska. Así es como lo expresa, con sus propias palabras, para iluminar nuestra conciencia con el atestiguamiento de una posible relación con lo divino: “Estando así vi más de lo que puedo enumerar y entendí más de lo que vi, pues veía de modo sagrado, con el espíritu, las formas de las cosas, y la forma de todas las formas que deben vivir juntas como un solo ser”[5].
En este relato, que merece la pena revisar con atención, observamos cómo se presentan también los arquetipos naturales que corresponden al lenguaje mitológico específico de la cultura de los indios americanos. Y entendemos que de modo singular, se comunica con el espacio divino mediante sus símbolos sagrados, los símbolos que éste primitivo puede comprender con su experiencia; y que realmente, pudo ver la forma de todas las formas como una sola visión.
De nuevo, tiendo a plantearme si ¿acaso, existe en este testimonio, la palabra de un hombre de valor, de un guerrero, algún indicio de delirio o presunta locura? ¿Acaso, hemos de considerar que, con tal de no transgredir los límites de la lógica, toda visión o actitud de reverencia o sacralización hacia la naturaleza o hacia cualquier fenómeno no aprenhensible por la razón científica debería ser, por defecto o por fuerza, una enfermedad o un quebrantamiento de los límites de la cordura?
Todas estas cosas me pregunto, profundamente desconcertada por las posibles respuestas y muy intranquila. Pensando que quizá, nosotros, los seres humanos, a estas alturas y al parecer, ya tan evolucionados y exultantes por nuestro imparable ascenso a la cúspide de la civilización tecnológica, hayamos olvidado por completo nuestros orígenes; y hayamos perdido definitivamente el rastro de las primeras huellas de nuestros antepasados; las que tal vez pudiesen conducirnos al reencuentro con nuestra naturaleza primordial; y de ese modo, con lo sagrado, la divinidad que estaba posiblemente en los orígenes. Como posiblemente esté ahora, tan sólo en nosotros mismos: nuestra actitud y nuestra visión.
Notas:

[1] Nietzsche, El culto griego a los dioses. Aldebarán. Pág. 54
[2] “En lo que se refiere al culto, los dioses lo exigen por ley, y los hombres deben, por ley, cumplirlo; es un asunto de Estado velar por él” Nietzsche El culto griego a los dioses, pág. 128
[3] Nietzsche. Idem. Pag. 58
[4] Nietzsche. Idem pág. 125
[5] La Gran Visión de Alce Negro, recopilada por John Neidhardt.